Y en estos versos del olvido,
que pasan
y repasan lo perdido,
¿quién habita mi piel
cuando recuerdo
que nada recuerdo?
RC
¿Dónde se han ido las palabras
que inquietaron mi lengua hace un minuto?
Las que querían descubrir lo olvidado,
lo escondido, lo insondable;
la cara del sueño de anoche,
el cuerpo a medias que me quitó la serenidad del sueño,
la mano que me escribió estos versos inacabados,
la semilla que no germina y que a diario riego,
ya muy pasada la mañana,
por la tarde, cuando despierto.
Esa voz de mi voz que exige la escucha,
la mano en el bolígrafo que le dicta a la mía,
el pensamiento que no es mío
y que todos dicen que me pertenece
porque yo lo dije,
yo lo articulé al despertar,
antes de tomar el agua con mi propia sed
para que luego me juzgara,
el mismo que increpé, que yo mismo negué.
Y la mentira,
y la verdad,
y también lo desconocido,
que no tiene vestiduras de negación ni afirmación,
que solo sabe decir lo que es,
sin conmiseración ni ataduras;
sin inducir ni manifestar el error,
sin negar al otro,
pero sin afirmarlo.
Todas esas cosas coexisten
sin lucha sobre la resistencia
de mi carne y de mi sueño.
Ahora que la noche ha pasado, que ya no la veo:
no ver lo que nunca vi.
¡Qué ironía decirlo!
Ahora que el pasado se prolonga
en la inquietud del resto del día,
entonces me pregunto:
¿cuándo podré procrear mi propia luz?
Si, al esplendor del sol,
todos somos presa de aquel sueño.
Y si no es así,
¿qué hago aquí queriendo sondear
lo inescrutable de aquel dormitar crepuscular?
Señores, ¡nos jugamos la luz!
La voz que insistimos en desoír,
y que por ahora solo podemos escuchar
en murmullos, en susurros;
no podemos entrar en aquel cuarto donde está cautiva,
para escuchar su oculta y tierna melodía.
No la podemos portar, todavía.
Pero un día será nuestra cobija,
más allá de este claroscuro.
Es confortante ser interrumpido de esta tormenta,
sacado de este mar tempestuoso,
para ver la mañana;
escuchar el trinar de los pájaros,
el frescor del amanecer,
la juventud del día;
el leve, inaudible y casi ausente respiro de Johanna
en la mecedora,
embalsamado con los suaves olores
de la savia y de las flores;
Guillermo — pidiendo sus croquetas — ;
y, en medio de la llovizna y la niebla,
el limonario,
la fragancia de la gardenia y el romero;
el candor de la flor acechándonos,
que ya se alzaba en su belleza,
mientras yo sufría.
¡Gracias!
Pero ahora debo regresar a mi sueño,
de donde fui despertado.
Ricardo Castillo
De: La hora crepuscular, 2025