En el vasto universo de los sentidos,
donde el pensamiento busca forma
y la emoción anhela una voz,
el ser humano descubre un lenguaje
que no pertenece ni al tiempo ni a la materia.
Un idioma silencioso,
nacido de la esencia del alma,
que se reconoce en la mirada,
en el gesto,
en la presencia compartida.
Este lenguaje no se aprende:
se siente,
se revela cuando dos almas se encuentran
y se comprenden sin palabras.
Existe un lenguaje
que no es el de las palabras.
Palabras que el hombre usa para hablar,
pero que nunca cruzan
las fronteras del alma.
Existe un lenguaje
que no es el de las imágenes,
pues el ojo las invierte
y las envía, en su misterio,
al reino del inconsciente.
Hay un lenguaje
que no es el del arte,
lenguaje sagrado.
El arte eleva al hombre
dentro de su medida,
pero este idioma
dice más que mil palabras,
más que mil imágenes.
Es una forma de comunión
que une el alma con el cuerpo;
un diálogo profundo
que trasciende el silencio
y habita el corazón del ser.
Este es
el lenguaje de la amistad.
Un diálogo tan puro,
tan natural,
que permite decir sin voz:
Estoy contigo,
y sé que estás conmigo,
dentro de la tibieza de un abrazo.
Este lenguaje
es razón y motivo de vida.
Es selectivo:
solo halla consuelo
en almas afines.
Y cuando surge,
ese lenguaje
colma al hombre de sentido.
Así, entre la luz y el silencio,
el hombre halla en la amistad
su expresión más pura.
Allí, donde no existen máscaras ni fronteras,
el espíritu se abre
y reposa en la certeza del vínculo verdadero.
Porque en ese lenguaje —
el que no se escribe ni se pronuncia —
vive la plenitud del ser,
el eco más hondo de lo humano:
la comunión eterna
de dos almas
que saben decirlo todo
sin decir nada.