Tengo en el pecho una astilla,
incrustada como una duda,
que pide el auxilio delicado
de las manos de una madre:
ese abrazo que conforta
en el ruido del trueno,
esos brazos seguros
ante la inminente tormenta.
Y vienen, de costumbre, los miedos,
aquellos miedos aún sin rostro,
algunos viejos conocidos
y otros más parecidos
a esos malos amigos.
Y en este auxilio modesto,
que apenas es una mirada triste,
encuentro los brazos cerrados,
demasiado ocupados
para el capricho cansado
de un solo niño.
Y ahí uno no entiende los conceptos
de esta casa, de aquel viejo hogar
en abandono,
ahora cercado por el silencio,
por la hiedra que crece
porque a nadie le estorba.
Y que hago con este deber
con este arraigo de quererte
que es aún más grande
y más antiguo
a tu rotundo abandono
dime,
ante estas nubes oscuras
que acechan como testigos,
y esos brazos que veo
y aún no se orientan
como vago consuelo:
dime, a fin de cuentas,
¿en qué brazos,
en casa,
en dónde carajos
estoy menos jodido?