Bajo el gran farol de miel,
la tarde se disuelve en risas;
el aire huele a champán,
y el polvo levanta sonrisas.
Ya nadie recuerda su nombre,
pero todos bailan sin prisa,
como si el olvido fuera
redención, afrenta y nueva misa.
Sombreros dorados, abanicos de tul,
miradas que aman, dos llantos que esconden.
La felicidad, fugaz,
se pinta en húmedo desliz,
de un beso robado
al son del violín.
Y mientras giran los cuerpos,
entre un paso y otro, embriagado está el aire,
se desploma en los rostros.
El tiempo, guardián celoso,
también anhela quedarse.
Invoca al pintor de la esquina,
aquel, el de la paleta encendida
y brocha con nombre.
El pintor respira luz:
con cada trazo, crea un latido;
con cada sombra, un suspiro,
desafiando para siempre
el eterno olvido..