Nkonek Almanorri

ERAN OTROS TIEMPOS ( CACHOS DE TIEMPO)

 

 

Siendo aún niño mi padre me contó que su abuelo, mi bisabuelo, le había dicho en una ocasión que la palabra de los de su tiempo valía más que la firma de un notario; esta frase suya y otra que también solía decir, “Donde hay rey hay esclavitud”, son los únicos recuerdo que tengo de mi bisabuelo, un hombre que jamás usó zapatos. Mi padre también me legó una frase que era, fue, un dogma de fe: “Decir una mentira y permitir una injusticia abre el camino a todas las demás”. Eran otros tiempos.

 

Cuando oí de estas palabras era sólo un niño, apenas seis años – lo recuerdo porque en la parte superior de la pizarra del colegio había siempre unos números: 1962 -. Vivíamos en una realidad que entonces creíamos complaciente e interminable y que pertenecía a la niñez. Recuerdo que, al igual que mi bisabuelo paterno, también yo salía a la calle sin zapatos y que nunca sentíamos dolor ni daño al andar por calles de tierra y barrancos de piedras afiladas; jugábamos con balones de trapos que hacíamos de retales de ropa sobrante que pedíamos a las costureras y que atábamos con tiras de platanera mojadas y dejadas secar al sol durante días para hacerlas irrompibles: no recuerdo haber sentido dolor en los pies al golpearla. Eran otros tiempos.

 

Al llegar a la ciudad y establecernos allí lo primero que me hicieron saber mis nuevos amigos era que si veía venir al “Bilbaíno” salir corriendo porque éste daba fuertes golpes en la cabeza con los nudillos de sus dedos. El Bilbaíno era el guardián de la zona, el encargado de que en los parques no se jugara nunca al fútbol salvo con chapas de botellas; también se encargaba de que los espacios de los jardines no fueran invadidos ni pisados nunca, que no se pisara la hierba ni que tiráramos papeles a la calle. Cuando llegaba las ocho de la noche sabíamos que ya podíamos jugar al fútbol en los parques porque ya había acabado su trabajo, pero tampoco con balones o pelotas de trapos, sí con pelotas de tenis y sin tirar fuerte para que no llegaran ni entraran en los jardines. Le llamábamos El Bilbaíno no porque fuera de Bilbao, localidad al norte de España, a dos mil trescientos km de distancia, en el Mar Cantábrico, no. Le llamábamos El Bilbaíno porque simplemente llevaba siempre sobre su cabeza una txapela vasca (una boina) y la llevaba porque un día de mucho viento se le fue volando y descubrimos que era calvo; el día en que esto ocurrió todos lo vimos y nos quedamos callados frente a él viendo cómo corría para recuperarla; ese día todo cambió para todos: nosotros descubrimos que él era calvo y él descubrió que no nos reímos de su calvicie y a partir de ahí nos dejó jugar a la pelota con la condición de que ésta no acabara nunca en los jardines. 56 años después y en un viaje a mi ciudad de los jardines de la infancia me enteré de que El Bilbaíno había muerto pasado los 96 años y que la mayoría de aquellos niños que corríamos cuando lo veíamos llegar siempre de improviso acudieron a su funeral. Hoy aquellos jardines entonces muy bien cuidados siguen en un relativo buen estado dado de que cuando El Bilbaíno se jubiló el ayuntamiento le hizo un homenaje, le dio una placa, le pusieron un pequeño busto en uno de los jardines y le pusieron a uno de los parque de la zona el nombre de “Parque del Bilbaíno” y se puso a otro “Bilbaíno” al cuidado de la zona. Eran otros tiempos.