Tenía de patrimonio
las calles que pisaba,
la Luna en matrimonio,
el cielo en su mirada,
el aire, las montañas,
el alba y la madrugada.
En las noches despejadas,
cuando aún pensaba en ella,
a menudo le llegaba
para alguna que otra estrella.
Tenía un par de zapatos,
dos bares que le fiaban,
el ronroneo de los gatos
y las lobas que le aullaban.
Se despertó una mañana
para romper aquel sueño
que le ofrecía una manzana
mordida por otro dueño.
Salió de la pesadilla
y se dirigió a la puerta
para ver por la mirilla
si ella estaba de vuelta;
pero el timbre no sonaba,
y tampoco recordaba
qué color tenían las hojas
del otoño del pasado
cuando iban sin alforjas
ni necesitar visados
de una nube a la otra
con vuelos amortizados.
El Sol se quedó sin pilas,
el mar en que se bañaron
era un vaso medio lleno,
los besos rompieron filas,
sus pupilas se secaron
y el tedio abonó el terreno.
Hoy sonríe en el sofá
comprobando en la ventana
que tiene vistas al mar
siete días a la semana.
Entre el humo de un pitillo
rememora aquel momento
en que dijeron sí quiero
con ojos llenos de brillo.
Pero el final de aquel cuento
se quedó en algún tintero.
Devolvieron los anillos
a los dedos del joyero.