Intenté asesinar al amor,
ese huésped cruel
que desgarraba mi pecho con manos de sombra.
Por tal razón,
me arrojé por la ventana
no como quien huye,
sino como quien se ofrece
al lenguaje del abismo.
Y en el aire —
ese instante sin suelo ni cielo,
donde el cuerpo no pesa
y el tiempo se curva —
entre el vértigo y la gravedad,
el dolor se desplegó como remos rotos,
y cada segundo
era una página escrita con mi cuerpo.
Entonces,
te vi pasar
vestido de relámpago y deseo,
con la piel encendida de pasiones antiguas.
Tu cuerpo,
una constelación en llamas,
atravesó mi caída
como un presagio.
Tu paso,
grieta en mi invierno,
me inoculó la fiebre
del asombro.
Y entonces, en medio del derrumbe,
me nacieron alas.
No por voluntad,
sino porque el vacío
me reconoció como amante,
como si el abismo, mi abismo
hubiera sido un nido.
Lo que no tiene nombre, pide un poema.
—L.T.