Vancouver

Epístola del hijo de Afrodita



      Acecharé tu juventud imprudente, y en el menor de tus descuidos he de infectar cada gota de tu sangre, en tus sueños erguiré un palacio de fuertes cimientos; en él te abrazaré con espinas, te besaré despacio.

      Escondido a la sombra que da tu espalda, endulzaré tus oídos de bella poesía y versos hasta desmayarte, y cuando pidas por favor que me detenga, cuando cada flor que arranques del jardín de tus pesares te recuerde mi perfume, despertarás confundida, consciente de haberme tenido entre tus brazos. Entonces no podrás besar otros labios sin pensar que son los miós, ni podrás vestirte de otra piel sin sentir que mueres de frío por dentro.

       Te sentirás sola caminando entre la gente sin encontrar mi rostro. Te saldrán arrugas intentando pronunciar mi nombre en otros brazos. Incluso cuando caiga la última hoja del árbol que viste ser semilla y muera la vida, yo seguiré estando allí en tu cabeza inamovible.

   Cuando una tarde sentada en tu jardín, una lágrima de bronca ruede por tu mejilla al no poder recordar el sonido de mi voz, sentirás la dicha y la tragedia de haberte descubierto enamorada. Un sentimiento demasiado eterno para lo fugaces que resultan ser ustedes los seres humanos.