Ars Combustionis
No nací para rimar: nací para arder.
Mi lengua no obedece al calendario,
mi voz no se arrodilla ante el mármol de los clásicos.
Vengo de la ceniza —no del verso—,
y traigo conmigo la herejía del aliento.
Quemé las reglas,
las métricas,
las formas que olían a museo.
De sus restos hice mi lámpara:
un corazón que parpadea en la penumbra.
He visto a los poetas mendigar
en la corte de la estética,
ofreciendo sus metáforas
como flores de plástico.
Pero la poesía no es ornamento:
es amputación.
No adorna, desgarra.
No explica, revela.
No escribo: profano.
Cada palabra que cae en la página
es un órgano que late fuera del cuerpo.
Cada punto es una tumba,
cada coma, una resurrección.
La belleza ya no me sirve.
La perfección me repugna.
Solo lo imperfecto tiene alma,
solo lo roto canta.
He venido a romper el idioma,
a incendiar los altares del estilo,
a ponerle dinamita al aplauso.
Soy un poeta,
o un artesano,
o quizás un rompecabezas de rimas
que se rearmó en la oscuridad
para decirte:
la poesía ha muerto,
y yo la entierro
con una sonrisa.
Pero escucha —
en lo profundo de la tierra
su corazón aún golpea.
Y cada vez que un verso sangra,
ella resucita.
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Entre el cielo y tu nombre
¿Dónde estás, amor sin mapa,
brisa que no se deja nombrar?
Te busco entre la niebla del día,
en el instante en que el sol duda en brillar.
Hay un temblor que me recuerda a ti
cuando el aire recuerda mi cuello,
como si tus manos aún supieran
la forma exacta de mi silencio.
Tu luz no cae: germina.
No enceguece: me enseña.
Tiene el abrigo exacto del refugio,
la transparencia del alma que espera.
Si cierro los ojos, llegas:
no con ruido, sino con latido.
Te reconozco sin verte,
porque el amor verdadero no grita: respira.