Acompañado de ella,
platicándole, enseñándole en ese mundo,
mi sombra y yo nos acostumbramos
a tardes en silencio,
a los lunes de café,
a los viernes de película,
a los días en la cama
y los meses en la casa.
Cambié mi alma por mi sombra,
porque al menos ella sí estaba allí.
Estuvo allí, en guardia,
disfrutando la eterna noche.
Ella sí estuvo allí, resonando en la sala
y bailando en el silencio,
llenaba de paz esos rincones
estrechos por polvo
y reía de los chistes
que los fantasmas susurraban.
Aprendió a servirse café,
a sentarse frente a mí,
a escuchar mis historias rotas
como si fueran canciones viejas.
A veces la veía en la ventana,
mirando la lluvia caer sobre los charcos,
como si también esperara a alguien
que nunca iba a volver.
Colgaba mis abrigos cuando yo olvidaba hacerlo,
cerraba los libros que yo dejaba abiertos,
me seguía en cada pasillo,
limpiando el silencio con su andar invisible.
En la cocina, su reflejo se mezclaba
con el humo del cafe,
en la mesa, su sombra tomaba forma
de mano y sonrreia tomando aquel cafe.
En ese mundo vivía yo solo,
o, supongo, no tan solo...