Sueño de amor eterno
Todo comenzó en los pliegues de mi subconsciente, allá por la adolescencia. Tendría menos de diez años cuando emitieron por televisión una película de Gary Cooper titulada Sueños de amor eterno —su título original era Peter Ibbetson. Recuerdo que, agazapado entre mi familia, la vi con una atención casi febril. Hubo una escena que me marcó: el protagonista, tras matar al marido de su amada, era condenado a cadena perpetua y encerrado en una mazmorra, atado con grilletes y cadenas sobre una losa.
Cada noche, ese hombre soñaba con ella, y ella soñaba con él. Sus sueños se fundían y vivían juntos un amor sin tiempo, suspendido en esa frontera donde lo imposible se vuelve eterno. Hasta el final de la película.
No entiendo por qué me impresionó tanto, pero aquella historia se quedó incrustada en mi memoria como una semilla dormida. Quizá fue entonces cuando nació en mí un sedimento de soñador, una corriente subterránea que me empujaba a soñar con el amor. Desde entonces, empecé a soñar con aquellas chicas preciosas que veía por la ciudad y que me despertaban una atracción misteriosa.
Era un joven inmaduro, hijo de una época de represión: el franquismo aún respiraba en las calles y la censura pesaba sobre cada gesto. El sexo era tabú, la Iglesia vigilaba nuestros pensamientos, y cualquier deseo era pecado. Entre los chicos del colegio corrían rumores, risas nerviosas, secretos. Algunos tenían padres trabajando en el extranjero y traían consigo recortes de revistas foráneas donde las mujeres aparecían en ropa interior o desnudas. A la salida del colegio, nos escondíamos detrás de las piedras para contemplar aquellas imágenes prohibidas, entre risas torpes y vergüenza. Era, al fin y al cabo, el síntoma de una generación reprimida.
En el colegio, perseguíamos a las chicas, como era costumbre, pero de un modo inocente. Ellas eran recatadas —o eso creíamos—, aunque siempre circulaba el rumor de alguna “fácil”, a la que el pueblo castigaba con palabras crueles. Después de Semana Santa llegaban las fiestas de los barrios: las verbenas, los bailes, los encuentros furtivos. Íbamos todos en pandilla, pero raramente nos mezclábamos. Solo los más atrevidos se atrevían a sacar a bailar a una chica.
Luego venía el verano, las verbenas de la Peña, el cine al aire libre, los juegos en el jardín del recreo… y, cuando llegaba agosto, las vacaciones familiares en el pueblo.
Así transcurrieron aquellos primeros años de mi vida, marcados por la inocencia y los sueños.
Así fueron transcurriendo los años. De todas aquellas chicas que poblaron mis sueños adolescentes, hubo una que se volvió distinta, casi sagrada. Soñé con ella desde el primer instante en que la vi. Fue en el centro de la ciudad: caminaba con dos amigas, y al principio era otra la que me atraía, la que me parecía más cercana. Pero bastó un segundo, una mirada cruzada, para que algo se agitara dentro de mí.
No sabría explicarlo: fue como si una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo, una atracción silenciosa que se grabó en mi subconsciente. Desde entonces, cada vez que la veía, mi mente actuaba como una cámara invisible, registrando cada detalle, cada gesto, cada instante: dónde estaba, en qué calle, en qué rincón del mundo se había detenido aquella imagen. No sé por qué, pero cada una de esas escenas quedaba archivada dentro de mí, como si formaran parte de una película secreta.
Durante años, hubo largos periodos en los que no la veía, y otros en los que su figura aparecía fugazmente, como un destello que volvía a encenderme la memoria. Y, sin embargo, siempre estuvo ahí, latiendo en mi interior.
Desde la primera vez sentí hacia ella una atracción profunda: me parecía preciosa, tierna, seductora y, al mismo tiempo, fuerte. Cada vez que la veía pensaba para mis adentros: mírala… qué chica más encantadora.
Una tarde la vi en las rocas de la muralla. Estaba sola, sentada sobre las piedras, leyendo un libro. Esa imagen me golpeó: me pareció hermosa, romántica, etérea. Desde entonces, en mi imaginación la convertí en lo que siempre soñé en una mujer: culta, idealista, soñadora… perfecta en mi ideal de amor. Además montaba en moto, y era guapa.
Recuerdo que una vez, siendo jóvenes, la acompañé en moto hasta su casa. Al despedirnos, la di un beso. Aquel beso quedó grabado en mi memoria como un fuego mudo, una promesa que nunca se cumplió.
Otra vez la vi en un bar. Nuestros ojos se encontraron, pero su mirada era un muro helado. Seria, distante, como si mi sola presencia despertara en ella un desdén que me atravesaba como un cuchillo invisible. Sentí que me aborrecía, y aun así, no pude apartarla de mi memoria.
Después no la volví a ver. Solo de vez en cuando, esporádicamente, como si el destino quisiera recordarme que aún existía. A veces pasaba por el negocio de su familia y miraba de reojo, por si la veía. En ocasiones entraba a comprar, pero la timidez me paralizaba; no encontraba palabras. Mi vergüenza era un muro imposible de franquear.
Así siguieron los años. Ya en la madurez, comencé a verla de nuevo, con más frecuencia, como si la vida me ofreciera una segunda oportunidad. Un día apareció en mi oficina por un asunto familiar. Cuando la vi entrar, una corriente extraña recorrió mi cuerpo; verla tan cerca me desbordaba. El destino, caprichoso, quiso que el asunto lo atendiera yo. Apenas podía articular palabra. Para romper el silencio, recordé que su familia había tenido perros bóxer y, tratando de parecer natural, le hablé de la mía, una perra mestiza de pitbull y bóxer. Le pregunté si era cierto que los bóxer vivían menos que otras razas. Ella sonrió y me dijo que no. Esa pequeña conversación bastó para abrir una grieta en el tiempo.
Desde entonces, cuando la veía por la ciudad, podía saludarla. Al principio me hacía el distraído —aún me faltaba valor—, pero poco a poco vencí la timidez. Hasta que un día me detuve, la saludé, y hablamos unos minutos. Esa noche volví a soñar con ella.
Todo lo que mi subconsciente había guardado durante años emergió de golpe, como un río que rompe su dique. Yo sabía que, por mi situación, ese sueño era imposible. Estaba casado, aunque hacía tiempo que mi matrimonio se había vuelto un territorio árido. La convivencia con mi mujer se había convertido en una mezcla de amor y odio que me desesperaba. Había pensado muchas veces en separarme, pero mis hijos me retenían. Incluso, en momentos de oscuridad, llegué a pensar en el suicidio —una idea que me había acompañado desde la adolescencia—, aunque sabía, en el fondo, que nunca tendría el valor de llevarla a cabo.
En mis sueños buscaba a una mujer con la que pudiera compartir mis pasiones: la lectura, la música, la historia, el arte… todo aquello que daba sentido a mis días. Pero con mi esposa nunca logré encontrar ese puente. Éramos dos islas separadas por un mar de silencios.
Ella vivía pendiente de la televisión, de los cotilleos, de las conversaciones banales que tanto aborrezco. Cuando hablábamos, nuestros mundos colisionaban: yo intentaba hablarle de libros o de historia, y ella respondía con nombres de programas y personajes de la telebasura. En sus ojos no había interés, solo cansancio o indiferencia.
Discutíamos con frecuencia. Nuestras palabras ya no eran diálogo, sino ruido. A veces, mientras hablaba, yo sentía que era como gritar a una pared.
Durante la pandemia, me pidió que vendiera la moto. Le respondí, casi sin pensar, que cuando acabara la pandemia, la moto y yo nos iríamos de casa. Ella no dijo nada más. Y así quedó todo: suspendido, como tantas cosas en mi vida.
Volviendo al hilo de mi sueño, recuerdo aquel día en que me la encontré por la calle. Para romper el hielo, le conté en qué ocupaba mi tiempo desde que había dejado de trabajar. Me había acogido a un ERE que duró dos años, y tras eso, llegó la jubilación.
Le hablé de mis proyectos, de cómo había decidido dedicarme a escribir una novela inspirada en la vida de mi abuelo paterno, y otro libro con los documentos familiares de mi rama materna. Ella me escuchó con interés, y ahí quedó todo, suspendido entre nosotros como un eco.
Tiempo después, el azar —ese viejo cómplice del destino— quiso que coincidiera con ella en un curso del INEM, un curso de inglés para la restauración. Era a distancia. Un día, al revisar los nombres de mis compañeros, vi el suyo. Dudé, claro, pero algo dentro de mí me dijo que sí, que era ella.
Le envié un saludo a través del correo interno del curso. Al principio creo que no supo quién era, pero cuando le recordé los proyectos que le había mencionado la última vez que nos vimos, comprendió.
Me atreví entonces a pedirle su dirección de correo, para poder enviarle los libros que había escrito. En aquel tiempo yo estaba leyendo un libro de poesía de Rubén Darío; era el Día Mundial de la Poesía, y se lo comenté. Ella me respondió que siempre le había gustado la poesía, aunque llevaba tiempo sin leer. Me confesó que su poeta favorito era Luis Cernuda.
¡Qué casualidad!, pensé, porque Cernuda también era uno de los míos. Sentí que algo invisible nos unía, una corriente secreta que venía de lejos.
Y entonces, sin pensarlo, escribí una carta. Una carta de amor. Fue un impulso repentino, un gesto inconsciente. Durante unos segundos mantuve el dedo suspendido sobre la tecla de enviar, dudando entre la razón y el deseo. Pero de pronto la pulsé, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Qué has hecho?, me dije. Estás loco.
Aquella noche no pude dormir.
Desde siempre he sido un espíritu inquieto. De niño devoraba cómics —sobre todo Tintín— y pasaba horas leyendo en la Casa de la Cultura. Tendría entre ocho y catorce años. Luego, en la adolescencia, llegaron los libros que me abrieron los ojos al mundo: Edad prohibida de Torcuato Luca de Tena, Sinué el egipcio de Mika Waltari… Ese libro, sobre todo, despertó en mí la pasión por la historia y por la eternidad de las civilizaciones.
Leía poesía también: Espronceda, Bécquer, Jorge Manrique… Me gustaba memorizar versos y repetirlos en voz baja, como si al pronunciarlos pudiera volver reales los sentimientos.
La historia, la filosofía y la poesía se convirtieron en mis refugios. Aún hoy, no puedo dormirme sin leer unas páginas; cuando me desvelo, leo o escribo los pensamientos que me asaltan en la oscuridad.
Pasaron los días. No recibí respuesta a mi carta, y la ansiedad me corroía. La envié entonces otro correo, pidiéndola perdón. Comprendí que irrumpir así en la vida de alguien que apenas me conocía podía parecer una locura, o algo peor.
Y entonces, al cabo de unos días, llegó su respuesta.
Me ofrecía su amistad.
Aquel mensaje me desbordó de felicidad.
Sentí que el mundo, por un instante, volvía a tener sentido.
A partir de entonces comenzamos a intercambiar correos.
Yo le hablaba de mi vida, desde la infancia hasta mis días actuales; de mi familia, de mis lecturas, de mis aficiones. Quería que me conociera, que adivinara quién era realmente el hombre que la recordaba desde tanto tiempo atrás. Y en ese intercambio descubrí que compartíamos muchas cosas: la música, la lectura, la moto, una inquietud profunda por la cultura y la belleza. Éramos, de algún modo, reflejos el uno del otro.
Todo lo que había imaginado de ella en mis sueños se hizo real, como si el tiempo hubiera estado aguardando este encuentro. Por momentos llegué a pensar que aquella correspondencia podía transformarse en algo más, en una unión total. Pero no supe ver las distancias invisibles, los muros silenciosos que la vida ya había levantado entre nosotros. Ella era libre, y yo no.
Desde el primer día, cada mañana la enviaba un poema. Así comenzó un ritual que aún conservo. Hasta entonces nunca había escrito poesía; solo llevaba años acumulando versos en la cabeza, ideas vagas, imágenes sueltas que brotaban durante mis paseos solitarios. Eran poemas extraños, casi absurdos, nacidos de lecturas de Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre, llenos de intuiciones que nunca me había atrevido a poner por escrito.
Pero fue el amor de esta mujer lo que me hizo escribir de verdad.
De su nombre brotaron mis versos, de su recuerdo mis metáforas, de su distancia mi voz.
Y entendí que a veces el amor no llega para ser vivido, sino para despertar lo que dormía en nosotros.
Ella me dio el don de la palabra, la llama de la poesía.
Y eso, aunque la vida nos mantenga lejos, será siempre su regalo eterno.
Pero ella tenía una línea roja, invisible pero infranqueable: jamás enredarse con un hombre ya comprometido.
Yo la había prometido la separación, y no lo cumplí. Entonces, como un muro hecho de sombras y silencio, se alzó entre nosotros, impenetrable, implacable.
Entre en una vorágine de melancolía y desdicha, ya solo me quedaban los sueños. Ellos eran mi refugio, mis alas invisibles, la única luz que me guiaba en la oscuridad.