Radiante como el sol, un bello girasol
giraba en su danza dorada,
con una sonrisa que encendía el aire
y hacía que todos volvieran el rostro.
Sus ojos, azules como un océano sin puerto,
me cautivaron —
eran el mar llamando a la luna,
cuando ambos se arrullan
en un amor eterno y sagrado.
Su belleza, imposible de medir,
era ternura hecha carne,
un suspiro que abrazaba mi alma
y dejaba en mi piel
la huella ardiente de un amor sin olvido.
Su aroma llenaba el espacio,
una fragancia que no cesa,
que queda suspendida
como un verso en el aire del recuerdo.
Y aún hoy, cuando el sol declina,
su luz me busca,
porque en mi pecho florece
ese girasol de fuego que lleva tu nombre.