Acordaron ser del otro de por vida
alejando de su jerga los prejuicios
y jugaron mano a mano la partida
de cambiar los equinoccios por solsticios.
La pasión era una apuesta consentida,
la saliva el alimento de sus vicios,
la rutina era una duda descosida
de sus pieles repartiendo beneficios.
En la aldaba de la puerta del ocaso
resonaban los tambores de una guerra
que se libra en la trinchera del fracaso
de los besos que se pudren bajo tierra.
Tras la noche ya no hubo otras mañanas
ni sus ojos los testigos de la aurora,
las perdices se quedaron con la ganas
y sus pasos se cruzaron a deshora.