Tu corazón latía desenfrenadamente,
y el temor me acechó; por eso temblaba.
Sabía que, al dar el paso,
quedaría preso en tu piel.
Sin embargo, tu cálida mirada y tus
labios entreabiertos me invitaron
a perderme dentro de ti.
Como bailarines audaces, jugamos con
los ritmos a nuestro antojo.
No importó nada más: se perdió la pena,
la culpa se desvaneció y afloró
la confianza.
Nuestros cuerpos se deleitaron
con placer; nada perturbó el momento.
Éramos solo tú y yo.
Finalmente, la erupción volcánica
se presentó y, sincronizadamente,
ambos fluimos como ríos que se
encuentran y juntos emprenden
corriente abajo.
Desde entonces, aunque creas
que te abandoné,
mi corazón no volvió a latir.