Hay un instante, invisible,
en el que el alma recuerda que está viva…
y comienza a doler.
No es tristeza, no del todo.
Es una conciencia antigua,
una herida que se abre solo al pensar.
Le decimos melancolía,
pero en realidad es la forma que tiene el universo
de recordarnos que somos finitos.
Nacemos con una condena:
sentir demasiado.
Amamos, perdemos, recordamos,
y en ese ciclo infinito se pudre la inocencia.
Cada risa lleva dentro un presagio de silencio,
cada abrazo, un adiós que aún no llega.
La melancolía no es enemiga,
es el espejo más sincero.
Nos muestra lo que fuimos,
lo que nunca seremos,
y lo que aún intentamos sostener entre las manos vacías.
A veces creo que Dios,
si existe,
nos dio la melancolía para mantenernos humanos,
para que no olvidemos que la belleza sin dolor
no deja huella.
Y así seguimos,
habitantes de un cuerpo que se gasta,
buscando sentido en un mundo que no promete nada.
Con los ojos fijos en el pasado,
y el corazón temblando por todo lo que no podemos recuperar.
Quizá ese sea el verdadero castigo:
no la muerte,
sino tener que vivir sabiendo
que todo lo que amamos
se convertirá, inevitablemente,
en melancolía.