Nelaery

Peripecias del hada Titania (V)

 

Tras superar el maleficio del \"Corazón Helado\", Titania había transformado sus inoportunas torpezas en conmovedores aciertos. Su floreciente reputación llegó a oídos de Elikoldo, el Guardián de las Estrellas. Este ser de larga estirpe era un majestuoso búho de blanco inmaculado, cuyos ojos reflejaban la sabiduría de los siglos. Su excelsa misión consistía en vigilar los Cristales de la Luna, unas formaciones luminosas que crecían en las cuevas más profundas del Bosque Nevado. Estos cristales solían encenderse con Luna llena, sirviendo de guía a las criaturas perdidas.

Sin embargo, hacía un tiempo que los Cristales se habían apagado. Un silencio misterioso había ensombrecido las cuevas. Los otros guardianes, incapaces de comprender la causa del apagón, no pudieron enmendar aquella tragedia que incrementaba la oscuridad de los caminos. Elikoldo, abrumado por el fracaso, se sentía inútil y desesperanzado.

Titania, alertada por las criaturas de la superficie, se aventuró a entrar en las profundidades de la cueva. Allí encontró a Elikoldo acurrucado en el suelo, con sus plumas desordenadas y una mirada ausente. No mostraba ningún signo de enfermedad, solo una profunda melancolía. Otras hadas habían intentado reanimarlo con sus artes más eficaces para que se levantara y reanudara su tarea de mantener encendidos los cristales, pero todo esfuerzo había resultado en vano.

Titania se sentó con calma junto al búho, acariciando suavemente su cabeza. Descartó usar su varita, aún a medio arreglar tras el remiendo provisional del leñador, y decidió probar otra forma de ayuda.

—Elikoldo, dime qué te consume —susurró Titania, su voz tan ligera y amable como el aleteo de una mariposa.

El búho levantó su nívea cabeza. Sus grandes ojos ambarinos, llenos de pesar, se fijaron en ella.

—Siento un vacío, pequeña Titania —respondió con un ulular apenas audible—. soy un guardián apagado, un ave vieja y tonta incapaz de cumplir con su cometido. Los cristales se apagaron y mi buen espíritu se fue con ellos.

—Los cristales callan, es cierto —dijo Titania con una leve sonrisa, sin quitar la mano de su cabeza—. Pero las estrellas siguen ahí, ¿verdad? ¿Acaso han dejado de existir solo porque tú no puedes verlas en este momento? Tú eres el principal Guardián de las Estrellas, Elikoldo. ¡Anímate! No te rindas. Podemos encontrar una solución. Juntos vamos a intentarlo. Mira. Observa qué belleza nos muestra el Cosmos.

Titania se enderezó y, con unos trazos delicados de su frágil varita, comenzó a dibujar sobre la roca húmeda del suelo unas réplicas exactas de las constelaciones: Casiopea, los dos Carros, el Lince, la casa de Cefeo… las mismas que Elikoldo había memorizado durante milenios. Titania le mostró que, incluso en la oscuridad de la cueva, las estrellas seguían brillando en toda la bóveda celeste.

-¿Ves qué maravilloso es nuestro Universo, querido búho? Te necesitamos. No te des por vencido. Te lo digo yo, que, aunque no soy un hada perfecta, continúo mejorando. Ten en cuenta mis estrepitosos fracasos y aprendamos a sonreír.

¿Recuerdas cuando intenté participar en el concurso anual de vuelo rápido?”. En plena carrera, me crucé con Gerencio, el ruiseñor mensajero y, para evitar derribarlo, me desvié de la trazada y choqué estrepitosamente contra la copa del Gran Alerce. Todos los habitantes del bosque se morían de la risa. Resultó bastante cómico y humillante, la verdad. Pero, bien pensado, fue una acción noble para evitar lastimarlo. Me conformo con eso. Lo importante es servir de ayuda a los demás, sin importar nuestro orgullo personal.

Elikoldo prestaba atención; un ligero atisbo de sonrisa se dibujó en su pico y un destello parecía regresar a su mirada.

Cuando Titania terminó, esbozando un gesto de satisfacción, Elikoldo se levantó. Con el ánimo renovado se acercó a los cristales. Sus ojos, ahora llenos del esplendor de antaño, captaron un rayo de luna que se filtraba por una grieta en la bóveda de piedra. El Gran Búho se liberó de su melancolía y dirigió ese haz luminoso hacia los cristales que comenzaron a resplandecer después de tanto tiempo oscurecidos.

Las formaciones iridiscentes destellaron en las constelaciones que Titania había dibujado en el suelo, reconociendo la imprescindible labor de su guardián.

El verdadero resplandor no siempre reside en los grandes artificios deslumbrantes. A veces es obra de la paciente comprensión de un amigo que nos recuerda nuestra propia fuerza interior para superar cualquier obstáculo.

 

 

*Autores: Nelaery & Salva Carrion