Tenía un carácter fuerte y la mano muy pesada.
Era un patriarca. Su método de enseñar -se suponía- era el apropiado para la época y el lugar. No se conocía
otro, además. Cachetazo y a dormir.
No había televisión todavía. Como consecuencia, éramos ocho hermanos, yo el más chico. Aunque en casa
quedábamos seis porque las dos mayores se habían casado, ocurre que muy a menudo se sumaban dos hijas de ellas.
Era muy difícil mantener la disciplina en ese grupo de purretes. Con el tiempo, casi que llegué a comprenderlo
a mi viejo. Cuando el asunto se ponía espeso y había que sosegar a la pandilla, mi papá los hacía formar y a
paso lento se encaminaban a recibir la merecida cachetada. La Pirucha era muy vivaracha y cuando veía venir
el palmetazo con una finta tipo Nicolino Locche lo esquivaba cosa que el de atrás recibía dos sin comerla
ni beberla. Nicolino Locche fue un campeón mundial argentino muy hábil para el esquive, aunque pegaba muy poco,
con eso le alcanzaba puesto que los rivales jamás le asestaban golpe alguno.
La Pirucha y el Lalo eran los únicos que tenían apodo. En el caso de la Piru (su diminutivo) era totalmente
comprensible: mis padres le habían elegido por nombre Justa Argentina. Pobre. Un homenaje al entonces Presidente
de la Nación Dr. Juan B. Justo y Argentina porque era muy patriota. Pero yo pensaba ¡qué culpa tenía la niña!
En esos tiempos yo, siendo un pequeñín, tenía un andar menos riguroso y hasta menos riesgoso. Generalmente miraba desde afuera todo los barullos. Pasados los años mis hermanos crecieron, yo crecí, y mi padre no quería o no podía mantener
su régimen disciplinario. Estaba claro que ahora había llegado mi turno. A veces me corría con una varilla de sauce
otras con una alpargata. Me le escondía, sí, aunque en algún momento tenía que volver a casa. El hambre, el
cansancio y la soledad hacían mella en mi humanidad.
La última vez que me castigó lo hizo con una madera sacada de un cajón de manzanas (o peras). Tendría yo unos doce, trece años. Me hizo juntar las manos, palmas hacia abajo, las tomó dulcemente con su manota izquierda y con la derecha procedió a dirigir la tabla con violencia reiteradas veces sobre mis manitas que inmediatamente pasaron de ser morenas subidas de tono a violetas, para quedar en un rojo azulado con listones bien marcados. No le aflojé, ni una lágrima se me escapó delante de él.
Luego a solas y de pie frente al espejo...perdón, perdón eso es de un tango. Luego a solas, decía, me lloré todo
y, aunque lo amaba profundamente, qué quieren que les diga... imagínense.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.