Era una época de cadenas y sombras.
El aire olía a hierro y ceniza, y el sol se ocultaba tras el humo de los sacrificios.
En medio de la plaza, una joven esclava permanecía atada sobre un fuego ardiente.
Su cuerpo temblaba, pero sus ojos… sus ojos eran ríos tranquilos.
No lloró, no gritó. Solo alzó la vista hacia el cielo y suspiró, como si hablara con algo más grande que la muerte.
Los hombres que la rodeaban reían con crueldad.
Sus risas eran como cuchillos que cortaban el silencio.
Pero antes de que el último golpe fuera dado, se escuchó el sonido de cascos sobre la tierra.
Una guardia real irrumpió entre el polvo.
El comandante gritó:
—¡Por orden del Surtán, llevala con vida!
Ella no entendió por qué la salvaban, pero tampoco mostró temor.
Quizás, en su interior, ya se había rendido a su destino.