Felicio Flores

Exilio

Soy un hombre exiliado; en realidad, me exilié dentro de mi propia cabeza para poder vivir en paz con el resto de los hombres. Cuando salgo a la calle y observo sus rostros abatidos por las injurias, recuerdo que no soy el único desdichado, y eso me pone de buen humor, porque una desgracia compartida genera cierta confraternidad.
Es bien sabido que, por ejemplo, perder el transporte público estando solo, y perderlo estando en compañía de extraños, nos regocija. Y mejor aún si esos extraños se dirigían hacia el mismo destino que uno. ¿Que no? ¡Claro que sí! Y eso no es masoquismo: tan solo el sentido de pertenencia al que estamos tan arraigados. Formar parte —aunque esa parte sea negativa— genera en uno plena satisfacción. ¿Que no? ¡Claro que sí!

Les daré un ejemplo sencillo, señoras y señores: la muerte. Si supieran que solamente ustedes morirán y que el resto permanecerá inmortal, ¿no los invadiría una rabia capaz de hacerles dejar marcadas sus uñas en las paredes? ¡Por supuesto! Pero, para su suerte o no, ¡todos pereceremos! El simple hecho de que todos hemos de caer en un pozo del cual no saldremos jamás es, hasta cierto punto, reconfortante.
Es decir que, por debajo de la máscara de piel que los hombres visten, solo hay huesos cansados y adoloridos por los golpes de otros hombres. Debo confesar, sin embargo, que no todos me apenan. Algunos de ellos me exasperan, paseándose por las aceras como espejos rotos, luciendo sus mejores prendas —todos sabemos que una buena prenda mejora el carácter— y, con la mirada en alto, encandilados por el sol de su propio ego, evitan al resto de los hombres (nosotros) como si fuéramos cucarachas que se arrastran bajo sus pies.

Precisamente por esto me dedico a estudiarlos, de modo que ustedes no deban padecer lo que yo.

Podrán decir ustedes, señoras y señores, que su interlocutor es un hipócrita. Pueden juzgarme si quieren, si eso los hace sentir mejor, pero sepan que no estaré ahí para oírlo; es más, ni siquiera sabré quiénes son ustedes y, por lo tanto, toda su cólera será como jarabe de hiel en sus paladares. Todo su vómito verbal caerá en el vacío, puesto que no nos conocemos y, por consiguiente, no se puede odiar lo desconocido.
Su desaprobación quedará rebotando en sus mentes e inevitablemente les llegará a la lengua. ¡Ojalá se les queme igual que a mí! Tendrán entonces que hablar solos, y los tacharán de locos. ¿Quiénes? ¡Los hombres! Los mismos hacia quienes sintieron empatía. Sepan que estos «seres empáticos» no dudarían ni un segundo en aplastarlos como insectos si se interpusieran en su camino.

Quizás estén pensando que yo también soy un hombre, y que eso me hace parte del espectro. Nada más alejado de la realidad. Pero, como les dije en un principio, estoy exiliado en mi propia cabeza, y eso me otorga la capacidad de observarlos en su hábitat natural.

¿Y cuál es mi hábitat natural?, se estarán preguntando. 

Yo les responderé que mi hábitat es donde el hombre dice exactamente lo que piensa, independientemente de si eso complace o no. Podría, de este modo, decir, por ejemplo, que no todos los recién nacidos son hermosos (lo he pensado y he sentido culpa). ¿Acaso es mi culpa decir las cosas como las veo? ¿Debería reinterpretar mi realidad, alterarla como si hubiese consumido opio, tan solo para satisfacer a los demás? En todo caso, estaría dejando a un lado mi esencia y sería entonces un espejo roto, como el del que hablé antes.

No, no, no, señoras y señores, esto no puede ser. Entonces, ¿qué hacer? Pues… ¡mentir! 
Eso es. Debo mentir para proteger a otros de mis viles verdades. Puesto que el mundo se ha vuelto un cristal astillado y yo estoy duro como la obsidiana, mentir me ahorra muchos disgustos. En todas las áreas: familia, amigos, trabajo… Las posibilidades de éxito se resumen en qué tan bien la mentira se parece a la verdad. Todos hemos mentido —que arroje la primera verdad quien no.

Quizás piensen que una mentira, por ser pequeña —y entendiendo por esto decir que le duele la cabeza para no ir a trabajar—, es menos que otra grande, entendiendo por esto decir: «yo no lo maté». ¡Ja! ¡No se excusen, señores! Porque, con este ejemplo, podría perfectamente decirles que la muerte de una persona que cae por una escalera es menos que la de otra que sufre un infarto. ¿Acaso está una menos muerta que otra?

¿Qué nos lleva a las mentiras? ¡El miedo!

Ah, el instinto natural de no dar un paso para no caer por la susodicha escalera. Tírense, rómpanse la cara, los codos, las rodillas, los huesos… Verán cómo los hombres los mirarán con lástima y les tenderán una mano para levantarlos; pero, una vez lo hagan, los van a apuñalar, dejándolos marcados para siempre con una deuda. No, mejor caer y desangrarse antes que eso. No deban ni siquiera un «buenos días». Calculen sus palabras, sus acciones, calculen sus pasos… De mi casa al mercado hay 478 pasos; a la panadería, 290; a la carnicería, 359. He calculado mis acciones con la señora de la esquina que siempre me saluda y viste horrible. Tiene un maquillaje espantoso, parece una bruja recién salida de una cueva en la que estuvo atrapada por miles de años, y aun así le digo que es una hermosa mañana, y le regalo una sonrisa como si fuera una muñeca de porcelana aún dentro de su caja de plástico. 

¿Lo pueden comprobar, señoras y señores? 
¡No hay peor condena que pensar con libertad en un mundo que teme a las ideas!

—Felicio Flores.