De niña y adolescente, soñé con tener un yoyo. De pronto, aparece en mi escritorio como por arte de magia.
En mis ratos de ocio o en aquellos de hastío y angustia profunda, me divierto con este ingenioso juguetico. Al asirlo entre mis manos, el pensamiento vuela a pasos agigantados, queriendo jugar igual al vaivén de mi pequeño yoyo.
Su poder hipnotizante alcanzó a la perrita Luna. La mira desconcertada, olfateando su ritmo, deseando al unísono agarrarlo por la piola y lanzarlo al piso. Pero Yoyo, adivinando sus intenciones, sube y baja a una velocidad vertiginosa, hasta que, cansado y sin aliento, queda tendido sobre mi escritorio, igual que Luna sobre el mullido sofá.
Su mágica oscilación me sumerge en una espiral de versos que se extienden desde mi intelecto, traspasando mi corazón, vertiéndose sin más en la fuente insondable de la creación literaria. E ipso facto, la fuente de la melancolía y el iris de la alegría me zarandean en su estatus de ensoñación.
Cada noche, al cerrar la puerta de mi estudio, me cercioro de dejarlo sobre mi escritorio, envuelto en un paño de terciopelo rojo. A la mañana, dicho paño se mira extendido y en su epicentro dormita tranquilo mi pequeño yoyo.
Un aroma a canela permea el ambiente y, gota a gota, el amor fluye, los sueños exhalan y la palabra expresa. ¡Fuego y vida! ¡Vida y fuego! Bella melodía, dulce alimento.
Luz Marina Méndez Carrillo/derechos de autora reservados.