Sudorosa arrastro mis cadáveres
en la arena del mar marchito
del tiempo y pobreza.
Rayos de agonía azotan mi espalda;
plancha virgen de calor humano.
¿Quién me ataca?, ¿a quién culpó?
Caigo al silencio,
escapando de la voz;
una inocente flor del campo.
Alas y sangre bajo mi almohada
tienen escritas el llanto
y cada predicción de mi final.
Mi cuello como una cascada
está tocando el río de lápidas,
un mar de voces amarradas.
Cierro los ojos ante la espada,
–amor–,
me refugió en lágrimas,
me he casado con mis muertes.
No existen aves en el desierto,
por más plumas que tenga la ropa.