Uno llega a esta altura del camino
con el oficio de vivir a cuestas.
Y entre la terquedad de la costumbre
y el papeleo de los pendientes
casi nunca queda un margen,
un pretexto, para levantar la vista.
Pero claro, llegás vos,
con esos ojos
frutos de los almendros.
Y tu llegada, no una brisa,
sino un vendaval sin pronóstico,
viene y perturba la paz de los árboles.
Y las aves de pronto,
esas ilusiones anidadas
se desbordan en bandadas
como si recordaran el camino al cielo.
Y así, uno se descubre de golpe
correteando una cometa,
con los tenis de siempre,
los cansados, los sucios,
y los cordones sueltos
como una modesta huelga
que manifiesta la alegría.
Entonces es fácil comprender,
que todos los atajos inútiles,
los puentes y avenidas,
mis pasos deliberados
y sobre todo mis pasos torpes,
era el camino hasta esta esquina.
Y que irremediablemente,
después de vos,
el mundo que sobra
parece un callejón.
Así que, decime,
¿Cómo se te aborda,
cómo se golpea a tu puerta
si uno llega a esta batalla cotidiana
completamente sin armas?
Sin planes, sin coartadas.
Solo con este berrinche casi infantil
de correr a tu encuentro,
dejar que el aire nos apriete
y decirte al oído,
o a la gente del pueblo,
que te quiero.
Aun sabiendo
que mi abrazo es torpe y provisorio,
pero qué importa,
si la tierra que tus brazos ofrecen
es más grande
que todas mis fronteras.