JoseAn100

El silencio del muchacho...

 

En el corazón de un pueblo asturiano, frente a la plaza donde el mar apenas se adivina entre los tejados, se levanta una vieja casa colonial de piedra clara, con grandes ventanas y un corredor lleno de luz, donde en otros tiempos las mujeres de mi familia bordaban y tomaban café al atardecer. En los felices años 20 y 30, mi familia disfrutaba de su casa.

Allí vivía mi tio abuelo, un muchacho de diecinueve años al que todos llamaban el Rosso, por su cabello dorado y sus ojos tan claros como el cielo de septiembre. Era amable, generoso y soñador, el orgullo de su padre , mi bisabuelo, médico del pueblo, y de su hermano mayor José, estudiante de medicina y joven militar ( Mi abuelo).

Mi familia había sido durante generaciones benefactora del pueblo. Sus antepasados, indianos de fortuna, habían levantado escuelas, ayudado a los más pobres y sostenido la iglesia cuando los tiempos fueron duros. Pero llegó una época en que los nombres antiguos se convirtieron en una carga. La envidia, el rencor y la desconfianza se extendieron por el valle como una tormenta.

Cuando estalló la guerra civil ,mi abuelo y bisabuelo comprendieron que su apellido podía condenarlos. Decidieron huir al monte, esperando que todo pasara pronto. Se escondieron en las famosas brañas.  Mi tío abuelo , sin embargo, se quedó. Era muy joven y creían que el bien protegía a los inocentes. Nunca pensaron que podría ser asesinado solo por su apellido.

Una madrugada, los ecos del odio llamaron a su puerta. Eran hombres del mismo pueblo, vecinos de toda la vida, en los que la violencia había sustituido al juicio. Mi tío abuelo desapareció aquella noche. Nadie habló, nadie preguntó. En las calles, solo quedó un rumor sordo de pasos y un silencio espeso que se extendió durante años. Solo mi abuelo, su hermano, supo de todas las torturas que sufrió, y nunca hablo de ello con su familia, mi madre y mi tío.

 

Cuando los nacionales volvieron a ocupar el pueblo, mi abuelo regreso buscando respuestas. Encontraron miradas esquivas, versiones contradictorias, miedo. Algunos decían que no sabían nada; otros, que era mejor no remover el pasado. Nadie quiso decir la verdad completa.

Décadas después, yo,  decidí regresar a mí pueblo para buscar respuestas. Había crecido escuchando el nombre de aquel muchacho rubio que todos evitaban mencionar, y quiso rescatar su historia del olvido.

Entré en la casa, hoy convertida en el Hotel, y subí al corredor donde antaño se tomaba café entre bordados y risas. Allí, entre las sombras y la luz del mar que se filtraba por las ventanas, sentí una presencia serena. No era miedo, sino una tristeza antigua, quieta. Allí también estudie antes de ser la casa vendida.

Busque en archivos, hable con ancianos, reuní pedazos de memoria rota. Comprendí que el dolor había dejado una huella más profunda que la historia misma, y que el silencio del pueblo era una forma de penitencia colectiva.

Una tarde, me senté en el patio interior y escribí en mi cuaderno:

“Aquí vivió un muchacho al que llamaban el Rosso.

No fue culpable de nada, salvo de ser quien era.

Que su nombre no se pierda entre las sombras, porque mientras alguien lo recuerde, la verdad no habrá muerto del todo.”

El viento del mar recorrió las ventanas abiertas, y por un instante pareció que la casa —aquella casa llena de pasado— respiraba en paz. Sentí la armonía de las olas y el letargo del aire de sombras antiguas y borrascosas.

Entonces comprendí que el tiempo no borra el bien, sino que lo protege. Que la memoria, cuando se guarda sin rencor, puede sanar. Tengo un infinito respeto, la gente que me conoce lo sabe, por la muerte de Federico, un asesinato atroz, contra la luz, brillantez y por envidia. Pero mi pobre tío Rosso, también fue otro en otros muchos asesinatos sin causa, ni prueba, ni pecado, aunque para mi, al menos , ninguna muerte se justifica. 

Y que incluso entre las ruinas del odio, el bien siempre es más fuerte, porque es lo único que sobrevive cuando el silencio se disuelve y la verdad vuelve a pronunciar su nombre.