El sol quemaba la arena sin fin,
David clamaba con labios de fuego,
su alma sedienta, su cuerpo sin tin,
y el cielo guardaba su dulce sosiego.
De rodillas cayó, sin temor ni rencor,
con la fe encendida en su pecho ardiente,
y el polvo tembló con un nuevo color,
brotando un milagro del suelo silente.
Un árbol surgió como canto escondido,
con ramas suaves y fruto encarnado,
una manzana de rojo encendido,
como si el Edén se hubiera revelado.
David la tomó con sus manos sagradas,
la acercó a sus labios con gozo y temblor,
y al morderla, la miel, como llama dorada,
le llenó la boca de dulce fervor.
Sus ojos brillaron con luz de victoria,
el desierto se abrió como altar bendecido,
y el fruto se volvió parte de su memoria,
como si el amor fuera pan compartido.
Las dunas cantaron su nombre en secreto,
el viento danzó con su gesto divino,
y el árbol, testigo del acto completo,
se inclinó ante él como fiel peregrino.
Entonces David, con voz consagrada,
miró al cielo con mirada redimida,
y dijo, con alma por Dios abrazada
cantó un salmo de maravillas:
“Clamé a Dios de rodillas,
y me manifestó su amor hecho comida.”
Annabeth Aparicio de León
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