Verlos caminar de la mano en la vejez
me hace recordar lo que anhelo:
un amor donde los años pasen por el cuerpo
pero el alma quede intacta.
Le pregunté cuánto tiempo llevaban juntos,
y la señora me miró,
ojos iluminados de vida y memoria:
“50 años de casados… y seguimos contando”.
El señor asintió, la mirada perdida
en aquel amor que llegó para quedarse,
y les pregunté cuál había sido el secreto.
Sonrieron, con esa paz que solo da la historia:
“Nos tocó nacer en una época
donde si las cosas se rompían, las arreglábamos;
no las tirábamos.
Donde el amor era más grande que cualquier desacuerdo,
y la comunicación era un puente, no un lujo.
Nacimos en tiempos donde las canciones contaban historias,
donde el amor era verdadero,
no un instante barato de apariencias”.
Y allí, en su abrazo silencioso,
entendí que los años dorados
no se miden en calendarios,
sino en la eternidad compartida
de dos almas que aprendieron a permanecer juntas.