El viento traspasó mi alma,
me abrió en silencio como un relámpago,
y en tu aroma quedaron suspendidas
las gotas tibias de nuestra tormenta.
Sudábamos como si la lluvia
brotara desde dentro de la tierra,
como si los cuerpos fueran raíces
y el deseo, un árbol que arde.
El río manaba desde tu piel,
desbordado en mis manos,
corría por mis labios
y me inundaba de tu aliento.
Ardía el fuego,
pero no destruía:
construía un templo secreto
en la desnudez de tu cintura.
Y allí, envueltos en un juego de llamas,
la frescura del mundo nos besaba,
y el sudor era canto,
y el roce, infinito.