Entre las llamas encendí aquel encendedor para deshacer las notas del dolor.
No era un dolor sentimental, ni emocional, ni siquiera físico;
era algo más allá,
un fuego que deshace el alma como si todo fuera un simple incendio.
Quemaba mi cuerpo, mis heridas y mis llantos;
lastimaba incluso aquello que provocó mi mano al encender.
Sobre sus ojos ardía el odio,
pero yo sabía que, en el fondo,
aún quedaba un pedazo de sentir en su corazón:
un poco de perdón, aunque no fuera su tiempo de arrepentirse.
No había culpa clara en deshacer recuerdos que matan
sin importar la distancia.
Con el tiempo, quizás, se entienda por qué
ya ese cariño no es notorio,
por qué las palabras ya no se dicen,
por qué todas fueron quebradas, hechas ceniza.
Sólo en aquel instante logré ver
que, en su aferrarse,
quedaba aún lo que fue eterno ante mi mirada:
el odio que provocó mi fuego,
mi incendio por dentro,
mi odio hacia mi propio yo.