Le trajo flores.
Rojas.
Como si el rojo no supiera
del filo que cruzó con sus manos,
como si el perfume pudiera ocultar
la herida abierta en su piel invisible.
Las dejó sobre la mesa,
la misma mesa donde anoche
estrelló su voz contra el miedo,
donde los silencios quedaron
colgados como cuchillos.
Dijo que lo sentía,
que el amor también tropieza,
que fue un mal día,
que ella siempre exagera.
Las palabras, gastadas,
se deslizaron como ceniza
sobre un cuerpo que ya no creía.
Ella recogió los pétalos,
como quien junta cristales rotos
esperando que al unirlos
regrese la luz.
Pero solo encontró espinas,
esas que jamás olvidan.
Él pensó que bastaba.
Que la culpa podía envolverse
en celofán brillante,
que la costumbre aún tenía raíces.
Ella lo supo en silencio:
también florecen las cadenas
en la tierra muerta del dolor.
Hoy camina por la casa
como un fantasma que sonríe sin labios.
Sus pasos no hacen ruido,
pero su alma grita en cada rincón.
Él sonríe.
Ella sangra.
Le trajo flores.
Mañana quizá le traiga
otra disculpa,
o un puñal disfrazado de regalo.
Y algún día,
cuando la costumbre se vista de ausencia,
él llegará con flores,
pero será demasiado tarde:
las dejará sobre una tumba
que nunca llevará su nombre.
Y ella, por fin libre,
no estará para perdonarlo.