Nací como un error en la memoria del mundo,
y desde entonces me llueve un castigo invisible.
La ansiedad me abrió las venas del pensamiento,
me obligó a sentirlo todo
y a no sentir nada,
a vivir con las manos temblando,
a escuchar la madrugada.
De noche no hay tregua:
los párpados se cierran,
pero la mente grita,
y el cuerpo se deshace en un espejo que no reconozco.
Me observo a distancia,
como si habitara un cadáver prestado,
y esa distancia me desgarra más que el filo de cualquier arma.
Dentro de mí, voces multiplicadas
golpean contra los muros del cráneo,
no callan, no cesan,
me exhiben imperfecta, ruin, desgastada.
El hambre y el hartazgo me devoran al mismo tiempo,
cada bocado es un juicio,
cada rechazo una culpa.
La fobia es un cuchillo escondido en mi bolsillo,
y el impulso de usarlo arde como un secreto prohibido.
He tomado la mano de la inseguridad
y he besado la boca del fracaso:
un beso frío, venenoso,
que se aferra a mis labios como una condena.
Me obligaron a fingir profesionalismo,
a reír sin sentirlo,
a revivir recuerdos que laceran
y a olvidar aquellos
que mi cabeza se negó a guardar.
Veo el mundo como un sueño vívido,
sintiendo que nada es mío .
Y aún cuelgan de mis pasos arrastrados
las cuerdas visibles
que alguna vez amarraron mis tobillos.