JUSTO ALDÚ

PSICÓPATA

PSICÓPATA

Advertencia: Jamás caminen solos en las noches por la ciudad.

Un tal Donald

 

El golpe seco de una puerta lo arrancó del sopor. Donald abrió los ojos y se encontró en una cama metálica, rodeado de paredes blancas que parecían sudar bajo la luz mortecina de un fluorescente. Un olor a desinfectante le raspaba la garganta. “¿Dónde estoy?”, se preguntó, aunque en el fondo lo sabía: un nosocomio, una celda blanda disfrazada de hospital. El reloj marcaba las tres y veintisiete de la madrugada, hora que él consideraba propicia para los espectros.

 

Se incorporó con torpeza, como si alguien hubiera cambiado el engranaje de su cuerpo. Su mente zumbaba con pensamientos dispersos: la certeza de que afuera lo esperaban demonios ocultos en cada semáforo, la sospecha de que las calles ya no eran de los vivos sino de los que aprendieron a devorar la cordura. Se acercó a una cesta en la esquina y descubrió, arrugado y sudoroso, un uniforme de enfermero. La tela olía a cuerpos cansados y a turnos interminables, pero era su salvoconducto. Se lo enfundó, sintiendo que el disfraz lo purificaba y a la vez lo convertía en algo más.

 

El pasillo se abría silencioso como la garganta de una bestia dormida. Sus pasos resonaban leves, acompasados por el latido frenético en su sien. Avanzó sorteando camillas y sombras que parecían cuchichear, calculando la distancia entre las cámaras y las puertas. Nada de voces, nada de visiones: solo la certeza de que debía salir. Al llegar a una salida de emergencia, empujó con calma calculada. El frío de la madrugada lo golpeó en el rostro como un balde de agua sagrada.

Su mente no albergaba culpa ni dudas. El remordimiento era, para él, una ficción inventada por los débiles. Si lastimaba, mentía o destruía, lo hacía como quien corta una fruta para alimentarse: un acto natural, sin moral ni complicaciones. La agresión no era un arranque de rabia; era una herramienta, un medio para abrir puertas que de otra forma permanecerían cerradas.

 

 

La ciudad lo recibió con un murmullo espectral. Los postes de luz temblaban como antorchas nerviosas, y las ventanas cerradas de los edificios parecían párpados apretados de un gigante que no quería mirar. Donald caminó sin rumbo, convencido de que cada farola ocultaba un ojo, de que los cables eran serpientes que susurraban órdenes invisibles. Sonrió: al fin estaba de regreso en el escenario donde libraría la batalla contra sus enemigos invisibles. “Nadie sospechará del enfermero que vuelve a casa”

 

“Ellos me necesitan”, se dijo. “Las calles son un campo de guerra y yo soy el centinela que despierta cuando los demás duermen. ¿Quién, si no yo, enfrentará a esos demonios?”. Su mente se inflamaba de certezas oscuras. Veía en los basureros figuras retorcidas, escuchaba voces en los neumáticos de los autos estacionados, percibía aliento de fiera en cada corriente de aire. La ciudad entera era un teatro de guerra espiritual.

 

En una esquina desierta, el reflejo de su silueta en un vidrio roto le devolvió una risa que no recordaba haber ensayado. Dudó unos segundos: ¿era él, o acaso el demonio ya lo estaba copiando? Su pensamiento zigzagueaba entre la duda y la exaltación. Quiso apuñalar el reflejo, pero sus manos estaban vacías. “Pronto tendré lo que necesito”, murmuró.

 

La calma de la noche comenzó a resquebrajarse con el rugido de un motor. Un patrullero dobló la avenida, bañando con luz azulada los muros grafiteados. Donald se quedó inmóvil, convencido de que eran mensajeros de los demonios disfrazados de guardianes. Los agentes bajaron, iluminando con linternas su figura delgada en uniforme ajeno.

 

—Alto, señor, identifíquese —ordenó uno, con voz firme pero cansada.

 

Donald sonrió con la serenidad de quien ha descubierto una revelación. “Ya vienen por mí… tarde, pero vienen”, pensó. Sabía que el hospital había enviado su alerta, que el mundo prefería llamarlo “enfermo mental” antes que admitir la existencia del mal verdadero.

 

—No soy un hombre —respondió en un susurro apenas audible, más para sí mismo que para los demás—. Soy el ojo que los vigila en la penumbra… el verdugo de sus demonios.

 

Los policías se miraron entre sí, tensos. Uno de ellos dio un paso adelante, pero Donald retrocedió un instante, con los ojos iluminados por un brillo casi febril. En su mente, las sirenas que comenzaban a sonar eran trompetas apocalípticas; las esposas, cadenas sagradas que lo arrastrarían a otro calabozo donde esperaría, paciente, hasta que la ciudad lo reclamara de nuevo.

 

Mientras lo reducían contra el suelo frío, una carcajada brotó de sus labios, rota, frenética. “Ellos creen que me encierran”, pensaba, “pero yo regresaré… porque las calles todavía supuran demonios, y alguien debe enfrentarlos”. Sabía exactamente qué palabras usar para que lo liberaran más adelante. Porque ese era su verdadero poder: la manipulación.

 

La madrugada siguió intacta, indiferente. La ciudad no supo que había perdido por unas horas a su más extraño centinela.

 

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