A veces el alma se resquebraja en silencio. No hay cristales estrellándose contra el suelo ni gritos que despierten a la madrugada. Solo un vacío espeso, una sombra que se instala en el pecho como huésped indeseado.
Quien atraviesa ese abismo suele creer que el mundo dejó de existir, que su dolor es invisible y que ninguna mano podrá sacarlo de esa celda invisible donde la esperanza se apaga. Cree que el silencio lo ha condenado al olvido.
Pero no todo está perdido.
Aunque los demás no lo escuchen, aunque el mundo siga su marcha sin detenerse, hay Uno que escucha incluso lo que no se pronuncia. Los suspiros ahogados, los pensamientos que nunca se dijeron, los sollozos que jamás se atrevieron a salir: todos llegan al oído de Dios.
Él es quien se inclina hacia las ruinas sin miedo al polvo, quien recoge las astillas que nadie ve, y con paciencia infinita vuelve a dar forma a lo que parecía desecho. Donde tú ves ruina, Él ve semilla; donde tú crees final, Él siembra principio.
Si tú, que lees esto, estás en ese silencio que quiebra por dentro, recuerda: no necesitas gritar para ser escuchada. Basta abrir el corazón y dejar que tu voz, aunque sea un murmullo, se eleve hacia el cielo. Dios oye incluso lo que se calla.
La salida existe: no está en negar el dolor, sino en entregarlo. No está en esconder la herida, sino en dejar que la luz la atraviese. Porque el alma que se sabe frágil también puede aprender a ser fuerte, y quien ha tocado la oscuridad comprenderá, más que nadie, la bendición de la luz.
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