Zoily Anamilé De la Cruz Zuna

Mi Derrota Fue Un Paso Hacia Ti

“Ippo”, en japonés, significa “un paso”.
Makunouchi es su apellido,
y juntos su nombre carga un destino: “Un paso Makunouchi”.
Ese juego de palabras, unido a “Hajime” —comienzo, inicio—,

Fue tu serie favorita,
pero también se volvió mi memorial de ti.
Porque entre disputas, derrotas y victorias,
descubrí que en nuestro amor,
el primer paso también fue el último.

 

Al recordarte miré,

busqué un pasado que quizá compartimos,

y por primera vez comprendí

que todo comenzó gracias a ti:

tu aparición, tu belleza, tu gracia,

la necesidad punzante de tu ser,

tu y solo tu, nadie mas que tú 

me hace latir el alma como tú

 

Corrió y corrió el tiempo

y te vi con ella,

la magnolia blanca que me arrancaba la voz,

mi espejo de dolor,

mi comparación eterna.

Cuánto deseaba ser ella!

Poder rozar tu piel,

beber tu aliento,

recibir aquello que envidié en silencio:

tu ser, tu yo,

todo tú.

 

Corrió y corrió el tiempo

y me enteré que a ella le entregaste

lo que en secreto yo veneraba,

lo que esperaba en ti

perderme en tus rizos y vivir con euforia

lo que ella me robo de ti

y créeme, corazón,

aunque ignorabas mi agonía,

no pude olvidar esa traición.

 

Mi derrota comenzó un veinticinco,

cuando por fin en la pantalla

apareció tu mensaje pidiéndome ser de ti.

Créeme, jamás sentí tanta alegría.

Pero, ay... si hubiera sabido

que pedirlo con simples letras

era tan liviano,

tan sin peso,

tan descarado,

y sin amor…

 

Corrió y corrió el tiempo,

ya era catorce de febrero,

y yo esperaba tus frutos,

la cosecha de mis esfuerzos,

pero solo veía indiferencia:

tus ojos ciegos,

tu mente absorta.

 

Creí que jamás superaría a esa magnolia,

creí que jamás podría ser tuya de nuevo,

que por más que lo intentara

no lograría sobrepasarla.

Y tú, mi estrella de Belén,

yo quise ser la zinnia en tu vida,

la “Kumi” de ti, mi “Ippo”,

pero en mi interior sabía

que íbamos a terminar igual.

 

Solo quería alargarlo,

esperarte,

convencerme de que te tendría

hasta el final de mis días,

hasta que mi corazón reventara por ti.

 

Corrió y corrió el tiempo

pero los celos de la zinnia pudieron más,

la magnolia creció en mi jardín

y yo, ilusa, espiándola,

como sombra en la ventana

que mira una vida que no le pertenece.

 

Corrió y corrió el tiempo,

y tu zinnia te cuidó,

te necesitó,

te protegió…

pero los frutos de mi amor,

yo no los veía.

 

Vi que tú, mi estrella de Belén,

intentabas florecer en mi jardín,

pero...

¿acaso tus nutrientes
alguna vez llegaron hasta mi raíz?

 

Lloré y lloré por ti,

tratando de regar las ramas secas

de este amor marchito,

vertiendo lágrimas como lluvia sobre la tierra,

creyendo que podían resucitar la savia,

creyendo que mi dolor

era suficiente abono para mantenernos en pie.

 

Pero ya no podía más:

tu indiferencia era tan vasta

como un desierto interminable,

y mi ardor tan inmenso,

como un incendio que devora

todo lo que intenta salvarse,

como para olvidarte…

y al mismo tiempo,

como para dejarte ir.

 

Busqué en latín, en aymara, en araucano,

en todas mis raíces,

una forma de nombrar lo inmenso:

amarte, y amarte más.

 

Pero la zinnia no pudo más.

Corrió y corrió el tiempo,

y la zinnia ya no podía sostener tu ausencia.

 

A ti, mi estrella de Belén,

quise arrancarte de mi jardín,

creyendo que así

ya no me envenenarías.

Mas en mi torpeza,

fui yo quien te envenenó

tratando de sacarte.

 

Lloré y lloré,

descubrí que mis aguas

no eran caricia,

sino ahogo;

que en mi desespero

te asfixié con mis propias manos.

 

Dos primaveras después,

te busqué,

quise hallarte,

quise tocar otra vez

la luz que me quemaba.

 

Y hoy, viéndote al fin,

mi zinnia comprende la falta

que nunca hallé en ti.

 

Porque aun tu zinnia extraña tu brillo en el jardín,

aún necesita aquel amor

que me prometiste,

y que se volvió humo

antes de florecer.

 

En Venus, planeta del amor,

quizá habite el tiempo

que jamás corrió en nosotros.

Allí, nuestros herederos soñados 

Lysdalis, François y Ofelia

abrirán los brazos eternos

para recubrirte en un amor

que ni la muerte podrá marchitar.

 

Déjame decirte,

grosera Estrella de Belén,

que el amor que juré darte

sigue presente,

como el oro líquido del sol naciente:

aún ardiente,

aún ferviente,

a punto de estallar en mi carne

por no podértelo entregar.

 

Este poema es mi bisturí,

mi confesión última,

donde deseo arrancarme el corazón

como los sacerdotes mayas alzaban el suyo al cielo,

y terminártelo de dar.

 

Deseo que seas tú,

que vivamos en Venus,

y lo llenemos de amor,

que su efecto invernadero

no sea de gases y muerte

sino de pura pasión y calor,

como un Edén incandescente

donde las sombras no se atrevan a entrar.

 

No espero que seas solo “una experiencia”,

espero que seas

un mito que renace en cada amanecer

como Orfeo intentando rescatar a Eurídice,

como Ícaro cayendo pero volviendo a alzar vuelo

porque el sol...aunque queme

es también brújula y hogar.

 

Que tus puños algún día

golpeen mi corazón

con la misma dulzura

que tenían tus ojos,

que mi grito al vacío sea eco

que retumbe hasta la próxima aurora,

hasta que las constelaciones

aprendan mi nombre.

 

Y encontrarte, al menos en sueños

enredado en mis sábanas

como un cometa que regresa,

sabiendo, con la lucidez de los dioses,

que quizás ese día nunca llegará,

pero que la esperanza,

como el universo,

no tiene fin.

 

Zinnia no volverá.

Zinnia no renacerá en tu jardín,

pero seguirá escribiendo,

no con pétalos, sino con cicatrices,

como parte del amor que dejó sembrado en ti.

 

Este coro sin fin,

que repite “corrió y corrió el tiempo”

como un rezo de campanas,

es mi epitafio,

mi memorial,

mi carta de suicidio para el corazón

que te quiso con tanto delirio.

 

Que quede como un

lamento en el altar,

una constelación de palabras

donde tu nombre brille,

y que sea fértil en mi jardín,

pero no de mi Zinnia.

 

Espero que llegues a la Zinnia

con los labios aún mojados,

y que puedan encontrarse, alguna vez,

en un cruce secreto de estaciones.

 

Que nuestro amor se agote en páginas

y se arranque en almas,

como hojas de un libro quemado por el viento.

Que no quede varado en otro universo,


ni en una vida paralela,

ni en un mundo hipotético;

que se haga aquí,

en la carne y en la tierra de ahora,

o que se quede, al menos,

como declaró el rey de Roma:

no en su trono,

sino en su leyenda.

 

Y si alguna vez buscas mi nombre,
no lo hallarás en tu jardín ni en tu cielo,
sino en la grieta azul donde duerme la lámpara,
donde el tiempo dejó de correr
y los espejos aún sangran al pronunciar tu voz.