Tus palabras me contaban historias.
Eran conjuros rotos,
resonancias de antiguas guerras
libradas en la penumbra de tu pecho,
donde aún vibraban las notas
de una infancia no dicha.
Cada sílaba tuya
me hería con la dulzura
de una daga consagrada.
Me abrías
como se abre la carne
a la sombra de un eclipse.
Me volví luna errante,
desnudándome en sueños
para danzar
sobre los altares
de tu piel intangible.
Yo no llegué a ti
con las manos vacías.
Traje la miel
que guardan las abejas del alma.
Traje el fuego.
Fui la noche insomne,
el viento que araña las ventanas
de tu cuarto cerrado.
Te vi esconder cartas,
apagar tu nombre en la garganta.
Quise amarte
como el agua ama a la piedra:
sin pedir retorno,
moldeando en silencio.
Pero tú,
muralla de espejos,
me devolvías
mi reflejo quebrado.
Y me miraste.
Sí. Me miraste.
Y no dijiste nada.
Aun así, crucé los mares
que nacen detrás de los ojos,
atravesé desiertos
que susurraban tu nombre
en lenguas que olvidé al nacer.
Sin brújula,
sin nombre,
me hice peregrina
de tu silencio.
Y cuando llegué,
cuando por fin toqué
las orillas de tu pecho dormido,
ya no eras hombre:
eras ausencia con forma.
Te toqué
sin tocarte,
te abracé
en dimensiones donde
la piel no es obstáculo.
Fui oración sin templo,
lluvia que no moja,
luz que atraviesa la piedra.
Y tú,
aun envuelto en sombras,
no sentiste
que una mujer
se volvió universo
para alcanzarte.
Y entendí, al fin:
no vine a salvarte.
Vine a descubrirme entera
en el canto de amar,
incluso
cuando el otro está ausente.
—L.T.