Luis Barreda Morán

Nosotros Los Que Caminamos

Nosotros Los Que Caminamos 

Nosotros, los que caminamos con monedas en el bolsillo,
y miramos los escaparates con sueños pequeños,
los que tejemos canciones con hilos de paciencia,
sin pretender que el viento lleve nuestro nombre,
y dormimos profundamente tras jornadas largas.

Los que admiramos los dibujos de artistas sin galería,
y hojeamos los periódicos que nadie quiere comprar,
los que no conocemos la ciudad de las luces brillantes,
y viajamos en asientos estrechos de aviones baratos,
rumbo a playas sencillas y atardeceres tranquilos.

Los que nunca estrecharemos la mano de un gobernante,
ni nuestro rostro aparecerá junto a hombres poderosos,
aquellos que laboran mientras el mundo duerme,
cumpliendo con la tarea diaria de seguir adelante,
buscando solo el descanso merecido al final del día.

Los que pensamos que existir no requiere opresión,
y que la única riqueza verdadera y perdurable,
es aquella que se encuentra en el espejo del vecino,
cuando nos reconocemos en sus pasos y sus heridas,
compartiendo el mismo pan en la misma mesa pobre.

Los que no creemos en las batallas como solución,
aunque ondeen estandartes en nuestro patio antiguo,
y prefierimos sembrar granos en tierra fértil,
regando con sudor honesto la huerta modesta,
antes que levantar muros con ladrillos de odio.

Nosotros, los ingenuos que guardamos confianza,
en el corazón del hombre y su bondad olvidada,
frente a los depredadores de traje y corbata,
que merodean por los pasillos del poder oscuro,
y cazan inocentes con redes de mentira.

Los que construimos nuestro mundo con herramientas usadas,
y encontramos belleza en los detalles imperfectos,
los que coleccionamos momentos y risas prestadas,
mientras el ruido del mercado pasa de largo,
sin perturbar nuestra calma de café y tertulia.

Los que sentimos que la vida es un regalo amplio,
que se reparte en dosis iguales para cada criatura,
y que el amor es el lenguaje que todos entienden,
más allá de fronteras, banderas o himnos nacionales,
como un río que fluye sin pedir documentos.

Los que bebemos el café en vasos de cartón en la esquina,
observando el ritmo de la calle con sus historias no contadas.
Almacenando en la memoria los rostros que se cruzan con nosotros,
construyendo una geografía de miradas y sonrisas breves.
Tejiendo una red invisible de pequeños reconocimientos.

Los que convertimos el sudor de nuestra frente en pan compartido,
y encontramos la música en el ruido de los talleres.
Donde las manos encallecidas modelan la belleza práctica,
esa que no se exhibe en museos pero sostiene el mundo.
La poesía muda de los gestos que alimentan la esperanza.

Los que navegamos en transporte lleno de caras cansadas,
sintiendo el vaivén del trayecto como una canción de cuna.
Mientras afuera las luces de la ciudad parpadean y se apagan,
nos reconforta el calor de los cuerpos que van juntos en el viaje.
Aunque no intercambiemos más que un suspiro de comprensión.

Los que buscamos en el cielo estrellas que no tienen nombre,
las que no aparecen en los mapas celestes de los astrónomos.
Aquellas que iluminan tenuemente nuestro camino a casa,
guiando nuestros pasos por veredas oscuras y solitarias.
Como faroles pequeños colgados del terciopelo nocturno.

Los que abrimos caminos en sitios donde no hay senderos,
dejamos la entrada libre para quien busca amparo,
como en la antigua costumbre de la noche estrellada,
colocamos un farol junto a la puerta de calle,
para alumbrar los pasos de todo caminante.

Los que vivimos con poco, mas tenemos horizontes completos,
almacenamos atardeceres en ojos serenos,
nuestro banco es el espacio donde cantan los grillos,
y el sonido de los niños corre por las explanadas,
llenando de ecos dulces los patios comunitarios.

Los que no perseguimos honores ni títulos brillantes,
nuestra fama es el rumor del agua en la fuente,
el saludo del panadero en la mañana temprana,
el préstamo de un libro con hojas marcadas,
y la mesa compartida cuando llega la hora.

Los que cargamos en los bolsillos pedazos de amaneceres,
silbamos canciones antiguas mientras barremos la entrada,
tejemos redes invisibles con hilos de confianza,
y aunque no tengamos mapas de islas lejanas,
conocemos el aroma de la lluvia cercana.

Los que jamás renunciaremos a esta esperanza terca,
aunque el invierno sea frío y la noche prolongada,
seguiremos encendiendo velas en la ventana,
creyendo que la luz convoca más luz en la distancia,
y que el amanecer nace del lado de los humildes. 

—Luis Barreda/LAB