En la madrugada donde los relojes sueñan,
una lágrima de fuego se desprende del cielo,
y cae como un verso ardiente
sobre el río callado de la memoria.
Ese llanto incandescente abre grietas en la piel del tiempo,
y de ellas brotan poemas que no saben de palabras,
sino de caracolas de luz
y de mapas escritos en huesos invisibles.
Cada verso es un espejo roto,
cada metáfora, un puente hacia la aurora
donde las sombras caminan desnudas
y los ecos se arrodillan ante la luna.
Hay ciudades dentro de esa lágrima,
ciudades sin nombre donde las calles respiran,
y los edificios suspiran como viejas canciones olvidadas.
Allí, las flores son relojes líquidos
y las piedras guardan sueños que nadie osa recordar.
En su caída, la lágrima toca el alma de los silencios,
y despierta un coro de voces antiguas
que cuentan la memoria de los mundos
que arden antes de nacer.
Cada palabra escrita se convierte en estrella,
y cada estrella es un poema perdido
que busca refugio en la fragua del infinito.
Y cuando la lágrima llega al fondo del río,
el río se convierte en fuego líquido,
y arde con una música tan antigua
que incluso el silencio se inclina para escuchar.
Entonces comprendes que no son versos los que nacen,
sino mundos enteros,
y que la lágrima no es fuego ni agua,
sino el último latido del alma antes de renacer.
Y allí, entre cenizas y luciérnagas,
se escribe el último poema:
uno que no se lee,
sino que se vive,
uno que no termina…
porque es la eternidad encarnada en una lágrima.
Rosa María Reeder
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