Rosa Maria Reeder

Poemas que nacen de una lágrima de fuego

En la madrugada donde los relojes sueñan,

una lágrima de fuego se desprende del cielo,

y cae como un verso ardiente

sobre el río callado de la memoria.

 

Ese llanto incandescente abre grietas en la piel del tiempo,

y de ellas brotan poemas que no saben de palabras,

sino de caracolas de luz

y de mapas escritos en huesos invisibles.

 

Cada verso es un espejo roto,

cada metáfora, un puente hacia la aurora

donde las sombras caminan desnudas

y los ecos se arrodillan ante la luna.

 

Hay ciudades dentro de esa lágrima,

ciudades sin nombre donde las calles respiran,

y los edificios suspiran como viejas canciones olvidadas.

Allí, las flores son relojes líquidos

y las piedras guardan sueños que nadie osa recordar.

 

En su caída, la lágrima toca el alma de los silencios,

y despierta un coro de voces antiguas

que cuentan la memoria de los mundos

que arden antes de nacer.

 

Cada palabra escrita se convierte en estrella,

y cada estrella es un poema perdido

que busca refugio en la fragua del infinito.

 

Y cuando la lágrima llega al fondo del río,

el río se convierte en fuego líquido,

y arde con una música tan antigua

que incluso el silencio se inclina para escuchar.

 

Entonces comprendes que no son versos los que nacen,

sino mundos enteros,

y que la lágrima no es fuego ni agua,

sino el último latido del alma antes de renacer.

 

Y allí, entre cenizas y luciérnagas,

se escribe el último poema:

uno que no se lee,

sino que se vive,

uno que no termina…

porque es la eternidad encarnada en una lágrima.

Rosa María Reeder

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