Dicen que la fantasía no existe;
que el romanticismo quedó en el ayer.
Y es que los sentidos se apagan,
se entumecen, debemos despertarlos.
Todos deberíamos abrirlos,
y nutrirlos con vivencias sensoriales:
Nadar en aguas calmas de verano,
donde la fosforescencia brilla sin luna;
esa luz marina parece un mar
de estrellas suspendidas en la bruma.
Salir al exterior en noches claras,
cuando la luna nueva se oculta callada;
con baja humedad y cielo profundo,
las constelaciones brillan sin rumbo.
Recostarnos con compañía querida,
en la tibieza de armonía compartida;
tras escuchar un cuento de libertad,
meditar en el amor, en su verdad.
Descender al azul profundo del mar,
donde el silencio abraza y sabe callar;
la vida marina despierta conciencia,
y nos conecta con su esencia.
Al inicio hay nervios, cierta tensión,
pero llega la calma y la relajación;
la ingravidez parece un viaje estelar,
como astronauta que flota en su andar.
Y si don Gumucio Dagron lo mirara,
no solo al amor su fuerza entregara;
también la certeza de todo regreso:
nacer de nuevo, volver al comienzo.
Así la gravedad se engaña y se quiebra,
el cuerpo respira energía que enhebra;
danzamos alegres, acrobacias en juego,
colores que fluyen, se encienden y arden.
Y allí nos acoge el silencio profundo,
inunda la vida, eterno y fecundo;
como un mar sin fronteras que sabe envolver,
un misterio sin fin que invita a nacer.