Él,
con pisadas fuertes, torpes,
rompía las olas del mar
antes de que tocaran la orilla,
como quien quiere domesticar el agua
como quien teme el encuentro,
encerrado en su propio eje.
Su cuerpo era un muro sin grietas,
y su voz, una linterna apagada
dando vueltas sin destino.
Sin saber que la oscuridad también observa.
Yo,
arena bajo esas fuerzas,
permití que su peso
desdibujara mis formas
como quien cede para crecer en secreto.
Me expandí tanto, tanto,
que olvidé mis propios límites
y dejé las playas desiertas.
Sus pasos se fueron,
pero el recuerdo quedó hundido,
como marea sin luna,
repitiendo su nombre
en la voz de las caracolas rotas.
Ahora soy arena que se eleva
cuando alguien se acerca,
un litoral sin mapa,
una orilla que dejó de soñar con el mar,
porque se convirtió
en paisaje que habla con el viento.
No fui orilla esperando,
fui arena que pensó.
Y al dejar de soñar con el mar,
descubrí que el viento
también sabe escuchar.
—L.T.