Iván
TRES DIENTES Y UNA QUIJADA
La vieja moto rugía como en sus mejores tiempos.
Los clientes de la única cantina del pueblo, pararon sus orejas, pues, era un ruido poco común por aquellos lugares. Luego, el sol dibujó bajo el dintel, la larga silueta de Roston; el conductor de la ruidosa bestia.
Algunos miraron mostrando indiferencia. Este, avanzó al mesón.
— Buen día. — Saludó Francisco. El dueño del lugar.
— Buen día — respondió el desconocido, sacudiendo el polvo de sus ropas.
— Quiero leche helada. Tienes?
— Leche... helada? — repitió Francisco, sorprendido, al tiempo que una carcajada acababa con el orden. Era Miguel, un tipo de dos metros de estatura, apodado, \"Pequeño\", acompañado de tres amigotes. Los ojos del humilde hombre que atendía, mostraron preocupación.
— No tengo. Pero puedo conseguirla.
— Está bien. Esperaré. — respondió Roston, dirigiéndose a una de las mesas. Mientras lo hacía, se escucharon risitas.
Luego de unos minutos, una joven y bonita mujer entraba a la cantina con una botella de leche.
— ¡LECHE PARA EL BEBÉ! — Gritó Pequeño, al tiempo que alcanzaba a la mujer con un manotazo en el trasero. Ella soltó un furioso — ¡IMBÉCIL! — pero sólo sirvió para que este y sus amigos lanzaran risotadas que rebotaban de pared en pared.
Muy molesta, continuó con lo suyo. Fue por un vaso. Francisco bajó la mirada. Los tipos seguían festejando.
— Aquí está su leche. — dijo, sin poder ocultar su indignación. Roston agradeció.
Acto seguido, el hombre llenó el vaso con la helada leche, bebiendo hasta la última gota; repitiendo el rito, muy complacido. Luego recorrió con la mirada las grietas y la descascarada pintura de las paredes. Concluido esto, se puso de pie, tomó la botella, y se acercó a los alegres amigos. Quienes le miraban extrañados.
— Qué tal. Cómo está la fiesta.
Nadie dijo palabra.
— Qué deseas. — dijo, finalmente, Pequeño, con mirada agresiva. Roston se limitó a llenar el vaso con su leche.
— Sabes, amigo... Observé que eres muy rudo. Tragos fuertes... Y no hay mujer que se atreva contigo.
— Te pregunté, qué querías. — dijo el burlón con el ceño muy fruncido. Ya todo era espeso silencio.
— Es muy sencillo. Invitarte a tomar leche. Es muy saludable. Te da una fuerza que no imaginas.
Pequeño, airado se puso de pie volcando la mesa con todo lo que tenía, sobre sus amigos. Pero, Roston, que esperaba esta reacción, saltó como si un resorte le hubiera impulsado, y envió un puñetazo que hizo sonar la quijada del grandote, quien cayó al instante como un bulto de cualquier cosa.
Los amigotes estaban impresionados. Uno de ellos, el rechoncho, se rehízo y arremetió con los dientes muy apretados. Lo que no le duró mucho tiempo porque el puño enguantado del forastero le soltó tres de un sólo impacto. Ahora, en cuatro patas los escupía.
Los otros dos amigos recordaron que tenían algo urgente que hacer. Se estorbaron para salir. La puerta se les hizo pequeña.
La chica y Francisco no pudieron contener la alegría. Estaban a punto de correr, abrazar, y felicitar al forastero.
Ya luego, sin más que hacer, Roston se acercó a ellos.
— Lo siento... — explicó — Le dije que la leche era saludable — y dejando un par de billetes en el mesón, dió media vuelta, y salió por donde había entrado, seguido de un anciano de larga barba que, riendo bajito, se detuvo en la puerta para dar un último vistazo.
Los demás no podían dejar de mirar a Pequeño, con la quijada fuera de su lugar; y al rechoncho que aún en cuatro patas, no dejaba de babear sangre.
Al minuto, el sordo ruido de un motor se apagaba en la distancia.