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✨\"π”π§πš 𝐩π₯Ñ𝐭𝐒𝐜𝐚 𝐜𝐨𝐧 𝐃𝐒𝐨𝐬\"✨

Señor —dijo ella entre lágrimas—, ¿por qué permitiste que mi vida se quebrara como un vaso que cae al suelo?

Dios guardó silencio, como quien sabe que a veces el dolor no se alivia con respuestas, sino con presencia.

Y cuando la bruma de su llanto le permitió escuchar, oyó la voz suave que se filtraba en sus grietas:

 

Hija, algún día comprenderás por qué cambié tus planes.

No fue castigo, fue cuidado.

No fue abandono, fue protección en un lenguaje que todavía no puedes leer.

Yo no rompo corazones, los reconstruyo.

De cada pedazo tuyo guardé memoria, y estoy cosiendo con hilo de eternidad lo que los hombres deshicieron con prisa.

 

Ella tembló, porque la herida aún ardía.

—Pero, Señor, me duele tanto…

—Lo sé —respondió la voz—. También a mí me duele verte llorar.

Créeme: la cruz que llevas no es para aplastarte, sino para recordarte que no caminas sola.

Cada cicatriz será testimonio, no condena.

Cada ausencia será semilla de algo nuevo.

 

Entonces, en ese diálogo secreto, comprendió que no era la única.

Que había miles de mujeres reflejadas en su espejo:

las que enterraron un hijo,

las que fueron traicionadas por el hombre que juró amarles,

las que vieron desmoronarse la casa que construyeron con años de ternura.

Todas ellas, en algún rincón del alma, habían hecho la misma pregunta:

“¿Por qué, Dios mío?”

 

Y en cada una, Él repetía la misma promesa:

—Te sostendré hasta que tus pies recuerden el camino.

Te haré nueva, aun cuando no lo entiendas.

Te levantaré de los escombros y pondré en tus labios una canción que ahora parece imposible.

 

Ella, con los ojos hinchados, volvió a mirarse al espejo.

Ya no era la misma.

Tenía grietas, sí, pero brillaban con una luz que no venía de este mundo.

Era la certeza de que, en su plática con Dios, había nacido de nuevo.

 

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