Cuando vengas,
ven como llega la lluvia al desierto,
no como sombra obligada al crepúsculo.
Siente lo que tu madre sintió,
océano de sangre y canto,
cuando te llevaba en su vientre:
un universo latiendo en súplica,
un rezo que nació en tu primer aliento,
y que después cubrió tu piel
con el manto de su regazo.
Si no vienes a verla,
no reclames el silencio,
pues aún esperan brazos como raíces
dispuestas a sostenerte en el día más árido.
Trae amor,
el mismo río que ella entregó
sin medir orillas ni estaciones.
Pero tus manos dan migajas,
fragmentos secos de un pan
que alguna vez fue banquete de ternura.
El dolor de una madre
es montaña que cruje en la noche,
cuando sus hijos olvidan su nombre.
Y sin embargo, en su pecho,
la lámpara permanece encendida,
esperando tu regreso.