Me has amado tanto...
que has derramado tu sangre
por mí,
¿de verdad me lo merezco?
Me regalas la templanza
de un atardecer colorido
vadeado de estorninos...
No olvido esta dulzura celestial
que me regalas para gloria de ti.
Me das los ojos de tu espíritu
para que sea luminoso el entorno
desde la antorcha de tu mirada
a través de mí...
por ti.
Solo soy un pecador
al que aún le tira la carne,
pero vive enamorado de ti...
Me gustan las cartas de amor
que te escribes
desde el corazón de mi alma...
Muestras lo celestial
que está en lo terrenal
y me desatas de la cueva
donde me tenía preso el enemigo
lleno de sombras horribles
que bailaban y jadeaban
dándome un placer efímero.
Inspiras a este pobre pecador
a escribir unos versos
en los que se siente redimido
por ti.
Late el don que le regalastes,
se encierra un sentir
en una serie de vocablos
que hablan solos
en quien posa sus ojos
sobre ellos.
Porque escribes en mí verdad
para regalar al mundo
por ti,
para gloria de ti.
Me gustan estos santos divinos encuentros
donde no me confundo
y mi musa eres tú.
Pintor del día y de la noche,
escultor de belleza natural inefable...
Poeta de lo innombrable.
Me das un arnés
y me invitas...
a que escale tu montaña
regalándome aliento en la subida,
piares indescriptibles,
caídas que me esculpen y fortalecen,
lágrimas que enjugan mis heridas,
remansos donde muestras un patio
de sencillez de fluidez natural
lleno de ti...
Y voy hacia arriba
poco a poco.
Hacia a ti,
aunque ya estés conmigo.