Hay noticias que parten la existencia en dos:
antes y después.
Un diagnóstico puede ser más frío que la muerte misma,
porque no apaga solo las ilusiones,
sino que roba la respiración,
te hunde en la raíz más oscura de la tierra
y te obliga a mirar de frente lo que más temes perder.
Allí, en esa profundidad donde el alma tiembla,
la esperanza parece una palabra quebrada.
Cada día es una batalla contra la incertidumbre,
cada noche, un diálogo con Dios
pidiendo un milagro en silencio.
Y, sin embargo, hay días en que el cielo responde.
Escuchar un “estoy bien” después de la tormenta
es asistir al nacimiento de la vida otra vez.
Es una danza secreta que brota en la sangre,
una fiesta que ningún aplauso puede igualar,
porque es la victoria del espíritu sobre la sombra,
la certeza de que Cristo levanta lo que parecía perdido.
Quien ha rozado la orilla de la muerte
aprende a caminar distinto.
Agradece el aire, la luz, la piel tibia del sol.
Descubre que el tiempo es un regalo,
y que el verdadero milagro no está en lo que poseemos,
sino en la posibilidad de seguir amando.
Por eso, los que viven con salud
y eligen enfermarse del alma con rencores, odios y miserias,
ignoran la grandeza de lo que tienen entre las manos.
No saben que la vida es un tren que no repite estaciones,
y que gastar los días en veneno
es desperdiciar el milagro más simple:
estar vivos.
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