Amaneció otro día,
y la noticia atravesó la calma:
una joven de treinta años
murió en la mesa fría
de una cirugía estética.
Una madre llora desconsolada.
Su única hija viajó a escondidas,
ignorando tantos consejos,
sin comprender que la belleza del cuerpo
es pasajera,
que se desvanece como humo
entre las manos del tiempo.
¿Qué le diré a tus hijos
cuando me pregunten con voz temblorosa:
“Abuela, por qué mamá se fue al cielo
y nos dejó tan pequeños”?
¿Qué le diré a tu esposo,
que te amaba sin medida,
que eras su pedazo de cielo,
y que ahora camina desgarrado
en un duelo infinito?
Pensaste en la belleza,
pero no en las consecuencias.
Creíste salir del quirófano
más radiante que nunca,
mientras la muerte, paciente,
afilaba su guadaña
con una sonrisa burlona.
Moriste una mañana
lejos de tu familia,
por querer encajar
en el espejo roto de un mundo
que vende vanidad hueca
y convierte el cuerpo en mercancía.
Un mundo que reduce a la mujer
a un objeto de consumo,
que promete amor en una talla,
y reconocimiento en un bisturí,
como si la plenitud
se comprara con cicatrices.
Pero la verdad duele más:
nadie recordará tu vida por tu cintura,
ni por el molde perfecto de tu rostro,
sino por la ausencia brutal
que dejó tu partida.
La vanidad que buscaste
se marchitó contigo,
y en un cuarto frío de morgue
tu reflejo fue olvidado,
como un espejo roto
que ya no devuelve luz.