Te vi avanzar entre el tráfico detenido,
en tu silla de ruedas,
con el cansancio tatuado en el rostro
y tu perro fiel —amarillo como el sol—
a tu lado, compañero de todas las batallas.
En tus ojos cabía un océano de silencios,
un dolor antiguo que no se oculta,
ese que pesa más que el cuerpo,
ese que habita en el alma
cuando la vida golpea sin tregua.
Ibas en tu camino,
ajeno al ruido de bocinas y motores,
con la mente viajando lejos,
donde quizás aún existen
un respiro, un refugio, una esperanza.
Sobrevivir es tu verbo,
aunque tantas veces
se confunda con rendirse.
Pero tú no claudicas:
te levantas cada día
con la dignidad como escudo,
con la fuerza de quien sabe
que resistir es también un triunfo.
Y siempre él contigo:
tu perro leal,
tu guardián de silencios,
que no te juzga,
que no te abandona,
que sonríe con la mirada
como recordándote
que todavía hay amor
en un mundo que tantas veces olvida.
Amor sobre ruedas,
amistad sin condiciones,
dos almas que se sostienen
cuando todo lo demás se derrumba.