Noche fría como cuerpos enterrados, deseando salir a ver.
Solo en esta hora sus voces rompen el silencio:
timbres de iglesia que repican en la garganta del viento.
Nadie sabe cómo escapar de la suerte tejida;
un alma pura ha sido elegida, susurro y condena.
Monjes de batas blancas cruzadas al pecho,
purificados por agua bendita, marchan sin retorno.
Intentan tomar el cuerpo de aquel elegido,
para apagar en su carne una llama que no entienden.
Un sacrificio humano para teñir la luna de blanco a rojo,
llenarla de sangre sin remordimiento, sin nombre.
—Que esta noche sea nuestra bendición, hermanos —dice el mayor—,
nadie sabrá nada: ante la ciudad solo seremos padres.
Hoy es la copa que no podemos desperdiciar;
llenemos este mar con la pureza ofrecida.
Los dioses mirarán y contarán nuestras cuentas,
los perdonarán o nos dejarán libres de la avaricia.
No es la primera vez: es un año más de sabor amargo,
las batas y el crucifijo marchan, pidiendo absolución.
Dios sabe que hacemos lo correcto, esperan,
y nosotros miramos la luna como quien pide permiso.
Y en la noche, mientras la aldea duerme,
disfrutamos la mecánica de matar —ciega y necesaria—.