Te mire aquel día,
en la esquina olvidada
de una vereda sin nombre.
Tus labios dibujaban una sonrisa,
pero en tus ojos habitaba
el dolor perpetuo,
ese que se aferra al alma
y no conoce partida.
Me acerqué con cautela
a preguntar por el precio
de lo que vendías.
Con paciencia cansada
me respondiste:
—Toma lo que quieras,
yo te lo regalo—
mientras tu mente viajaba
lejos de tu propio cuerpo.
Quince años pasé por esa parada,
siempre viendo tu amor a tu lado.
Entonces pregunté,
con ingenuidad y temblor:
—¿Dónde está doña Elena?—
Una lágrima surcó tu mejilla,
arrugada por el tiempo,
y con voz quebrada murmuraste:
—Mi hija, mi Elena,
murió hace tres meses…—
El silencio cubrió el mundo.
Ya entendía la verdad:
no era solo tristeza
lo que vivía en tu mirada,
sino el luto feroz
de haber perdido a tu alma gemela,
a tu cómplice de vida,
a la amiga y esposa
de más de cincuenta años.
Te abracé,
y sentí en tu cuerpo
la grieta del dolor,
la impotencia que no se nombra,
la angustia de un hombre
roto por la ausencia.
Con voz entrecortada,
quise refugiarme en la esperanza
y pregunté por tus hijos.
Tú bajaste la mirada
y dijiste apenas:
—Solo vinieron
el día del funeral de Elena…—
Me invadió la tristeza,
la rabia, la impotencia.
¿Cómo podían abandonar
a un padre quebrado,
que perdió no solo el amor
sino también la sangre?
Me despedí en silencio,
dejándote allí,
cabizbajo,
con la tristeza danzando
sobre tu rostro arrugado.
Y desde entonces,
me acompaña tu mirada triste,
el eco de tu soledad,
y la necesidad eterna
de haberte consolado un poco más,
en aquel rincón del mundo
donde se marchitan los sueños
junto a los hombres que aman demasiado.