No desdeña ningún espacio
el violinista callejero.
Hoy, sentado en su taburete,
realza una modesta esquina,
como también en otras ocasiones
alguna silenciosa plaza
o calle concurrida.
Apoya firmemente
el violín sobre el hombro
y con dulzura inclina su cabeza:
fusión del violinista y su instrumento
en compacta emoción,
ninguno existe por sí mismo.
Frote frenético del arco
sobre las cuerdas, cálidos sonidos
de imperceptibles alas en la noche.
Un sinuoso vuelo de notas
que alcanza a mis fibras más íntimas,
que deja un poso de quietud
y mudas sensaciones que no sé descifrar.
Notas que en su largo trayecto
se van debilitando
y exploran su lugar
en la rugosa y amplia partitura del campo.
No vibrarán al efusivo aplauso
de un repleto auditorio,
sí a las joviales gotas de rocío
que se ofrecen a la mañana.
(Flujos de voz que no cesan, Ediciones Rilke)