Las naciones se parten en pedazos,
no por mares ni montañas,
sino por guerras que siembran muerte
y religiones que, en vez de unir, dividen más
que las fronteras.
El hambre camina descalza
en aldeas olvidadas,
mientras la abundancia se pudre
en mesas que nunca conocen la escasez.
El que menos tiene sigue siendo despreciado,
condenado al olvido de un sistema
que predica justicia,
pero sirve desigualdad.
El agua se convierte en lujo,
la salud en privilegio,
la pobreza en sentencia heredada.
Los niños nacen sin futuro
en medio de la contaminación,
y las pandemias, con su sombra cruel,
nos recuerdan que ni el poder ni el dinero
son escudo contra la fragilidad humana.
Hemos creado máquinas
que responden en segundos,
pero hemos olvidado escuchar
el latido del que está a nuestro lado.
La tecnología avanzó,
pero el amor se quedó atrás,
sepultado bajo la vanidad,
el modernismo que nos encarcela,
la prisa que mata lo auténtico.
El futuro devoró los principios:
enterramos la integridad,
vendimos la educación al mercado,
y el respeto se convirtió en una reliquia
guardada en los cajones del pasado.
Caminamos hacia adelante, sí,
pero sobre ruinas invisibles:
la del valor humano,
la de la compasión olvidada,
la de la esperanza que sangra
en medio de la indiferencia global.
Así, el mundo, brillante en pantallas,
oscuro en corazones,
avanza como un gigante ciego,
sin darse cuenta
de que en su carrera hacia el progreso
ha comenzado a destruir
todo lo que alguna vez
lo hizo humano.