Bajo luna menguante,
la muda juega al tarot.
El bandido, eunuco en país de ecos,
parece un montañés
que ha perdido ovejas.
Barajan horas, doce veces mayor
que la prudencia es la sed y el hambre,
allá afuera calles como pasillos
de carencia, aullidos de psiquiátrico.
Están en peligro,
la carta del ahorcado zozobra
el cuchillo extirpa blanco.
Esposo de la oscuridad, el bandido
recompensa con hurto y mirada baja.
La muda acaricia piedras,
si gana partida tendrá aprobación,
de los viejos.
El bandido zurce combina
que no cae en la mesa.
El rastreador de infamias,
trompero de baraja, zapatea entrañas
desde hace medio siglo.
La muda contempla tejados,
bucea cartas para prenderse dos o tres
horas al desdecir del caos.
Una mujer puede arrancarse a un hombre,
pero no al bandido que esconde en la manga
su esencia: hallar una vida delicada
y quebrarla.
Un hombre puede arrancarse a una mujer
pero no a la que calla.
La gloria del bandido es encontrar el hueco
donde no le acuse la palabra.
Es costumbre esconder una taza sin asa,
cualquier objeto medio roto medio muerto
medio nada.
Es costumbre fingir cuando algo/alguien falta.
Es como si pasara todo el día esperando
es como si todo el día fuera espera
es como si no hubiese otro día otra espera.
La Muda fuma, bebe, alza faldas.
En el juego prudencia, el que aconseja
está más pálido que su víctima,
no hay pruebas, pero espanta.
El bandido enseña el suelo
donde caen cartas.
La muda no puede tocar tierra.
El tarot cierra
asaltado por ruidos,
escampa.
Mudas y bandidos rastrean rostros,
la partida es válida en una isla lejana.
del poemario Mar de la Mancha, Editions Hoy no he visto el paraíso, 1992