La comprensión es más que un gesto humano:
es un don secreto del espíritu,
una chispa que desciende del silencio eterno
para reconciliar al hombre con la vida.
No nace en la mente que calcula,
ni en los labios que se apresuran a juzgar;
nace en la hondura del alma que contempla
y se reconoce en todas las criaturas.
Comprender es ver sin condenar,
es escuchar la verdad oculta en el error,
es reconocer que todo ser camina
por senderos invisibles que desconocemos.
Es la mirada que trasciende la apariencia,
el oído que atiende lo que no se dice,
la paciencia que transforma la herida
en semilla de sabiduría.
La comprensión es un puente sagrado
tendido entre el yo y el universo;
al cruzarlo, se disuelven los límites,
y el otro deja de ser extraño para volverse hermano.
Quien comprende se ilumina,
pues aprende que cada vida
es un espejo del infinito
y cada error, una lección secreta del cosmos.
La comprensión no es un acto pasajero,
es un estado de conciencia:
la visión profunda que descubre
que todo lo que existe
forma parte de una misma unidad.
Así, comprender es participar del misterio,
es honrar lo invisible en lo visible,
y es, sobre todo, abrir el corazón
a la sabiduría eterna del amor.